El medallón de plata en forma de estrella hizo que el corazón de Carmen López, una mujer de 82 años, se detuviera por un segundo. Habían pasado más de 30 años desde la última vez que había visto esa joya, y ahora colgaba del cuello de una joven camarera que le servía un café en una pequeña terraza en las afueras de Madrid.
“Señorita”, susurró Carmen con voz temblorosa cuando la chica dejó la taza sobre la mesa. “Sí, señora”, respondió la joven con una sonrisa cálida. “Ese medallón… ¿de dónde lo has sacado?” La chica, de unos 25 años, llevó instintivamente la mano al colgante. Su pelo castaño estaba recogido en un moño sencillo.
Sus ojos, de un verde intenso, brillaban con la misma tonalidad que los de Lucía. “Era de mi madre. Me lo dejó como recuerdo. ¿Por qué lo pregunta?” Carmen no respondió de inmediato. Se quedó mirando cada rasgo de la joven: la forma de sus labios, el arco de sus cejas, la expresión de sus ojos. Todo le recordaba a Lucía.
“¿Cómo te llamas?”, preguntó al fin. “Sofía. Sofía Ruiz. Y mi madre… Lucía Ruiz falleció hace cinco años.” El mundo de Carmen se tambaleó. Lucía, su hija, la que había desaparecido hacía tres décadas después de una discusión terrible. Y Ruiz, el apellido de aquel joven músico al que Carmen había prohibido que se casara con ella.
“Lucía…”, murmuró la anciana con la garganta apretada. “¿Conociste a mi madre?” Sofía abrió los ojos, sorprendida. “Tal vez. Siéntate, por favor. Tengo algo importante que contarte.” Sofía, algo desconcertada, se sentó frente a ella. El café estaba casi vacío. Solo unos pocos clientes ocupaban las mesas del fondo.
“Ese medallón”, dijo Carmen señalándolo, “se llama Estrella del Norte. Lo mandé hacer en una joyería de la calle Serrano hace más de 35 años. Mi difunto marido, Antonio, lo encargó para nuestro aniversario de bodas.” Sofía frunció el ceño. “Y cómo llegó a mi madre, si yo se lo regalé a mi hija en su décimo octavo cumpleaños. A mi hija, que se llamaba Lucía.”
El rostro de Sofía palideció. “Estoy diciendo que sí, cariña. Creo que tu madre fue mi hija y que tú eres mi nieta.” Un silencio pesado cayó entre ellas. Sofía observaba incrédula a aquella mujer elegante, con un abrigo caro y joyas discretas pero refinadas.
“No puede ser… Mi madre nunca mencionó tener familia adinerada. Siempre vivimos con lo justo.” “Cuéntame de ella”, pidió Carmen con voz suplicante. “De tu madre. ¿Cómo era? ¿Qué hacía? ¿Qué te contaba de su pasado?” Sofía dudó unos segundos y luego empezó a hablar.
“Mamá era preciosa. Tenía el pelo castaño y los ojos verdes, como yo. Le encantaba pintar, aunque nunca vendió sus cuadros. Trabajaba en una floristería y a veces hacía arreglos de costura para ganar algo más. Del pasado hablaba poco. Solo decía que había crecido en una familia de dinero, pero que había roto con ellos.”
“¿Y tu padre?”, preguntó Carmen con la voz apenas audible. “David Ruiz era músico, tocaba la guitarra en bares y pubs pequeños. Murió cuando yo tenía siete años. Tuberculosis.” Carmen cerró los ojos. David Ruiz, aquel muchacho al que había considerado indigno de su hija. Un talentoso, sí, pero sin dinero ni futuro.
“Tras su muerte, mamá me crió sola. Fue duro, pero siempre me decía que nos teníamos la una a la otra, que eso bastaba. Nunca habló de su familia, solo a veces miraba el medallón y se ponía triste. Decía que era el recuerdo de un tiempo en que fue feliz.”
Con manos temblorosas, Carmen sacó su móvil del bolso y le mostró una foto antigua. Era Lucía a los 18 años, con el medallón brillando en su cuello. “Dios mío”, exclamó Sofía, llevándose las manos a la boca. “Es ella. ¿De dónde sacaste esa foto?” “Porque yo soy su madre. Soy tu abuela.”
Sofía miró la foto, luego a Carmen, y otra vez la foto. El parecido era innegable. “¿Por qué nunca habló de ti?”, preguntó con la voz quebrada. “PorPorque cuando decidió seguir su corazón y casarse con David, yo la eché de casa con rabia y orgullo, pero ahora, gracias a ti, cariño, tengo la oportunidad de arreglar mis errores y construir una nueva familia contigo y Leo.