Come esto y sanarás… El padre se enfureció, pero un instante después…

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El padre se enfureció, pero un minuto después Álvaro Molina recorría el pasillo de un lado a otro, con las manos temblorosas mientras sujetaba el móvil que no dejaba de sonar. Otro especialista acababa de abandonar la habitación sin respuestas, dejando tras de sí miradas preocupadas y palabras vagas sobre más pruebas.

Su hijo Pablo empeoraba desde hacía tres semanas, rechazando toda comida, y nadie sabía por qué. Fue entonces cuando un niño apareció en el pasillo. No debería estar ahí. La enfermera de turno lo miró con sorpresa. El chico llevaba una gorra desgastada y ropa sencilla, limpia pero marcada por el tiempo.

–¿Usted es el padre del niño de la habitación 312? –preguntó con voz baja pero firme. Álvaro se volvió bruscamente, listo para echar al intruso.

–¿Cómo sabías qué habitación era la de Pablo? ¿Quién eres? ¿Qué quieres? –La voz de Álvaro sonó más áspera de lo que pretendía.

–Me llamo Lucas, señor. –El chico sostuvo su mirada–. Sé cómo hacer que su hijo coma.

La osadía de la afirmación dejó a Álvaro sin palabras. Luego llegó la ira, rápida y abrasadora. ¿Otro oportunista queriendo aprovecharse de la desesperación de un padre? Ya había tratado con curanderos, mercachifles de remedios milagrosos y gente que ofrecía oraciones a cambio de dinero.

–¡Seguridad! –llamó Álvaro, lo suficientemente alto para que los dos guardias al final del pasillo lo oyeran.

–Señor, por favor, déjeme explicar –Lucas dio un paso al frente, las manos en alto–. No quiero dinero, solo quiero ayudar.

Álvaro casi se rio de la ironía.

–Eres un crío, no tendrás más de trece años. ¿Cómo piensas ayudar si los mejores médicos de Madrid no pueden?

–Doce –corrigió Lucas–. Tengo doce. Aprendí cuidando a mi abuelo. Él pasó por algo parecido.

Los guardias ya estaban cerca cuando algo inesperado sucedió. La puerta de la habitación 312 se abrió y la enfermera Carmen apareció, llevando de la mano a Pablo. El niño, pálido y frágil en su silla de ruedas, fijó su mirada en Lucas. Era la primera vez en semanas que Pablo mostraba interés por algo que no fuera la ventana de su cuarto.

–Esperen –Álvaro alzó la mano deteniendo a los guardias. Se acercó a su hijo, arrodillándose junto a la silla–. Pablo, ¿qué pasa, hijo?

Pero Pablo no miró a su padre. Sus ojos, hundidos y cansados, permanecieron clavados en el niño de la gorra.

–Su hijo reconoce algo en mí –dijo Lucas en voz baja–. Los niños sienten cuando alguien entiende por lo que están pasando.

–Eso es absurdo –Álvaro se levantó–. No sabes nada de mi hijo.

–Sé que no come porque le duele –Lucas ignoró la dureza de Álvaro–. No le duele el estómago, le duele aquí –se tocó el pecho–. Y mientras más insisten los demás, más se cierra aquí dentro, hasta que parece imposible tragar nada.

Álvaro sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo podía ese chico describir tan bien lo que los médicos tardaron dos semanas en apenas sospechar?

–Mi abuelo quedó así después de que mi abuela se marchó –continuó Lucas con voz cargada de tristeza–. Los médicos le decían “disfagia psicógena”, pero yo le decía “corazón partido”. Tuve que aprender a darle de comer de otra manera.

–¿Y cómo lo hiciste exactamente? –La voz vino de detrás de Álvaro. Era la doctora Gutiérrez, la nutricionista de Pablo, que había salido de otra habitación y escuchado parte de la conversación.

–No es solo la comida, doctora –explicó Lucas–. Es cómo se ofrece, el ambiente, la persona que lo hace. Todo importa cuando el problema no está en el estómago, sino aquí –volvió a tocarse el pecho.

–Pseudociencia –murmuró la doctora, aunque había curiosidad en sus ojos.

–Déme cinco minutos –pidió Lucas mirando directamente a Álvaro–. Si no funciona, me voy y no vuelvo. Pero si funciona, su hijo comerá.

Álvaro miró a Pablo. El niño seguía observando a Lucas con una intensidad fuera de lo común. En los últimos días, Pablo se había convertido en una sombra de sí mismo, apático y distante. Verlo reaccionar ya era un pequeño milagro.

–Tres minutos –concedió Álvaro, con voz dura–. Y me quedo todo el tiempo aquí. Cualquier cosa rara y sales.

–Sí, señor.

Lucas entró en la habitación tras la silla de Pablo. Álvaro y la doctora lo siguieron. La enfermera Carmen trajo la papilla que Pablo había rechazado tres días seguidos.

–¿Puedo? –Lucas señaló la silla junto a la cama.

Álvaro asintió, tenso. Lucas se sentó y comenzó a hablar en un tono ligero, casi musical:

–¿Sabes? Yo tampoco podía comer cuando mi madre se enfermó. Me dolía el estómago cada vez que lo intentaba. ¿Tú también sientes eso?

Pablo no respondió, pero sus párpados se abrieron un poco más.

–Mi abuelo me enseñó un truco –continuó Lucas, tomando la cuchara lentamente–. Decía que había que engañar a la tristeza, hacer que se olvidara de apretar la garganta, aunque fuera un minuto.

Hundió la cuchara en la papilla, pero en lugar de llevarla directamente a la boca de Pablo, comenzó a hacer un sonido rítmico con la lengua, mientras movía la cuchara en círculos.

–Mira –sonrió–. La comida está bailando. Está feliz porque quiere conocerte.

Álvaro estaba a punto de protestar cuando vio a Pablo inclinar la cabeza, siguiendo el movimiento de la cuchara. Lucas la acercó, sin prisa, y para el asombro de todos, Pablo abrió la boca.

Una cucharada. Dos. Tres. Más de lo que había comido en cinco días.

La doctora Gutiérrez se tapó la boca. La enfermera Carmen enjugó lágrimas disimuladamente. Álvaro sintió que las piernas le flaqueaban.

–¿Cómo…? –empezó, con la voz quebrada.

Pero la doctora lo interrumpió:

–Necesitamos hablar.

Lo arrastró al pasillo, alejados para que Lucas no los oyera.

–Esto no tiene base científica –dijo, aunque con vacilación–. No sabemos quién es ese niño ni de dónde viene.

–Hizo que mi hijo comiera –replicó Álvaro con emoción–. En dos minutos logró lo que nosotros no pudimos en semanas.

–Por eso mismo debemos tener cuidado –insistió ella–. ¿Y si hay riesgos?

–Mi hijo se está consumiendo –cortó Álvaro–. Perdió tres kilos. Los análisis no muestran nada físico, pero igual se muere de hambre, y ahora un niño logra que coma y usted quiere “validarlo”.

–Señor Molina, entiendo su emoción, pero…

–No entiende –lo interrumpió–. No ha pasado noches en vela oyendo a su hijo llorar de hambre sin poder comer. No lo ha visto debilitarse día tras día mientras especialistas salen diciendo “haremos más pruebas”.

Respiró hondo, conteniendo el nudo en la garganta.

–Ese niño ahí dentro logró que Pablo comiera. Es un hecho, y voy a averiguar cómo lo hizo.

Al regresar a la habitación, encontró a Lucas y Pablo hablando en voz baja. El niño rubio mostraba algo parecido a una sonrisa.

–¿Quién te enseñó eso? –preguntó Álvaro, ahora con voz más suave.

Lucas–Doña Carmen, mi vecina –respondió Lucas con un brillo de gratitud en los ojos—; ella fue logopeda, y aunque ya está jubilada, me enseñó todo esto mientras cuidaba de mi abuelo.

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