La habitación del séptimo piso de un hospital privado en Madrid estaba inusualmente en calma. El monitor cardíaco emitía un pitido constante, y la luz blanca iluminaba el rostro pálido de Lucía, una mujer que acababa de ser operada por un tumor en la tiroides.
Antes de despertar del todo de la anestesia, vio a su marido, Javier, parado al pie de la cama con un puñado de papeles en la mano.
—¿Estás despierta? Bien, firma aquí.
Su voz era fría, sin rastro de empatía.
Lucía, confundida, musitó:
—¿Qué son estos papeles…?
Javier se los acercó con gesto impaciente.
—El divorcio. Ya está todo redactado. Solo falta tu firma.
Ella quedó paralizada. Sus labios temblaron, su garganta aún le dolía por la operación, y las palabras no salían. Sus ojos reflejaban un dolor profundo.
—¿Esto es una broma?
—No. Ya te dije que no quiero pasar la vida con una mujer enferma. Estoy harto de cargar solo con todo. Déjame vivir en paz.
Hablaba con frialdad, como si decidiera cambiar de coche, no romper una década de matrimonio.
Lucía esbozó una sonrisa amarga, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Así que… ¿esperaste a que estuviera indefensa para obligarme?
Javier guardó silencio un momento, luego asintió.
—No me culpes. Esto iba a pasar tarde o temprano. Tengo a otra. Ella merece algo más.
Lucía apretó los labios. El dolor de garganta era nada comparado con el que desgarraba su pecho. Pero no gritó. Solo susurró:
—¿Dónde está el bolígrafo?
Él se sorprendió.
—¿Vas a firmar?
—¿No dijiste que era inevitable?
Le tendió el bolígrafo. Ella lo tomó con manos temblorosas y firmó.
—Hecho. Que seas feliz.
—Gracias. Cumpliré con lo acordado. Adiós.
Javier salió sin mirar atrás. La puerta se cerró en silencio, pero minutos después se abrió de nuevo.
Entró Carlos, su amigo de la universidad y el médico que la había operado. Llevaba un ramo de claveles rojos y su historial médico.
—La enfermera me dijo que Javier vino…
Lucía asintió, con una sonrisa tenue.
—Sí. A divorciarnos.
—¿Estás bien?
—Mejor que nunca.
Carlos se sentó a su lado, dejó las flores en la mesilla y le entregó un sobre.
—Es la copia de los papeles que tu abogado me envió. Como acordamos: si él te los presentaba primero, yo te los daría para firmar.
Ella los firmó sin vacilar y alzó la mirada, con unos ojos que brillaban más que nunca.
—A partir de hoy, viviré para mí. Sin fingir ser la esposa perfecta ni esconder mi cansancio.
—Estoy aquí. No para ocupar su lugar, sino para apoyarte cuando lo necesites.
Lucía asintió. Una lágrima cayó, pero no de pena, sino de alivio.
Una semana después, Javier recibió un paquete urgente. Era el divorcio firmado. Dentro, una nota decía:
*”Gracias por irte. Así dejé de aferrarme a alguien que ya no estaba.
La que se quedó atrás no fui yo.
Fuiste tú, perdiendo para siempre a quien te amó sin condiciones.”*
En ese instante, comprendió: quien creyó llevar las riendas era en realidad el abandonado.
**A veces, perder es ganar la libertad.**