**Capítulo 1: El Objetivo**
Contuve la respiración, contando las grietas en el suelo de linóleo de la cafetería.
Uno, dos, tres.
Si no levantaba la vista, quizás no me verían. Esa era la regla que seguía en el Instituto Cervantes. Ser invisible. Ser un fantasma. Bajar la cabeza, hacer el trabajo e irme. Pero hoy, el universo tenía otros planes. Una sombra cayó sobre mi bandeja, tapando las luces fluorescentes y dejando mi pizza tibia aún más fría.
—Oye, Cerebrito.
La voz era grave, con ese tono falso de tranquilidad que siempre precedía a la violencia. Era Álvaro. Claro que era Álvaro. El capitán del equipo de fútbol, el rey de los pasillos y el tipo que había decidido que mi vida sería un infierno desde que llegué hace tres meses. Olía a colonia cara y a privilegio.
No respondí. Aprendí que era mejor así. Agarré con más fuerza mi libro de Matemáticas Avanzadas, los nudillos blancos contra la portada. Intenté concentrarme en los números, en las derivadas, en la lógica que siempre tenía sentido en un mundo que no lo tenía.
—Te estoy hablando —gruñó Álvaro, golpeando la mesa con su mano grande y callosa.
El cartón de leche saltó, derramando unas gotas. La cafetería, normalmente ruidosa, se calló a nuestro alrededor. A la gente le encanta un espectáculo, siempre que no sean ellos los protagonistas. Sentí las miradas de las animadoras, los frikis y los vagos volviéndose hacia nosotros.
—Solo quiero comer, Álvaro —susurré, alzando la vista por fin. Mi voz sonó débil, como si no fuera mía.
Esbozó una sonrisa, mirando a sus compañeros—Jorge y Manu—que se reían como hienas detrás de él. Eran copias suyas, pero con menos neuronas y más agresividad.
—¿Escuchaste eso? Quiere comer. Pero sabes qué pienso yo? Que piensas demasiado. Tantos libros… son malos para los ojos.
Antes de que pudiera reaccionar, Jorge arrancó el libro de mis manos. El papel se rasgó un poco.
—Dámelo —dije, con la voz temblando. No de miedo—aunque lo había—, sino de una rabia que no podía soltar. Todavía no. No podía delatarme.
—¿Lo quieres? —burló Jorge, alzándolo por encima de su cabeza. Dio unos pasos atrás, jugando al tonto como si fuera un perro. —¡Ve a buscarlo!
Lo lanzó por los aires. El libro giró y aterrizó con un golpe sordo en el cubo de basura gris cerca de la salida. La bolsa de plástico crujió mientras mi futuro—mis apuntes, mis deberes—se hundía entre hamburguesas a medio comer y corazones de manzana.
Álvaro se acercó demasiado, invadiendo mi espacio.
—No necesitas estudiar, colega. Adónde vas, nadie lee. Eres un cero a la izquierda en este instituto.
La mesa estalló en risas. Crueles, afiladas. Me levanté, arrastrando la silla con un chirrido. Mis manos temblaban. Caminé hacia el cubo de basura, sintiendo el calor subiéndome a las mejillas. La humillación era un sudor frío en mi nuca.
Estiré el brazo. Tenía que recuperar ese libro. No solo eran deberes lo que había dentro.
**Capítulo 2: La Brecha**
Mi mano estaba a solo centímetros del cubo cuando el mundo estalló.
¡CRASH!
Las puertas de la cafetería no se abrieron—explotaron hacia dentro, golpeando los topes magnéticos con la fuerza de un tren.
—¡TODOS AL SUELO! ¡MANOS A LA VISTA! ¡AHORA!
El grito era gutural, amplificado por un megáfono. No era el director con un parte. No era el policía de brigada.
Era un equipo táctico completo.
Chalecos negros. Cascos. Fusiles de asalto apuntando.
—¡POLICÍA! ¡QUIETOS!
Y al frente, un pastor alemán, un animal musculoso tirando de la correa, las garras arañando el suelo pulido. Su ladrido retumbó en las paredes.
El caos estalló de inmediato. Gritos, mesas volcadas, sillas cayendo. Álvaro y su grupo se quedaron helados. Las risas murieron en sus gargantas. Parecían ciervos ante los faros.
—¡DIJE AL SUELO! —rugió un agente, avanzando con el fusil en alto.
Me arrodillé junto al cubo, entrelazando las manos detrás de la cabeza. Respiré hondo. Controlé el pánico. Sabía el protocolo. Lo había ensayado mil veces.
Álvaro, sin embargo, se desmoronó.
—¡Mi padre está en el ayuntamiento! ¡No pueden—!
—¡CIERRA EL PICO Y TÍRATE AL SUELO!
El guía del perro soltó la correa. El animal no ladró más. Se puso en modo trabajo. No miró a los estudiantes gritando. No miró a los profesores acurrucados.
Olfateó frenético, arrastrando al agente. Pasó de largo frente a Álvaro.
Se detuvo justo frente al cubo de basura donde había caído mi libro.
Se sentó.
Perfectamente entrenado. Rígido. Alerta.
La señal.
El agente me miró. Luego al cubo. Luego a Álvaro y sus amigos, cuyas huellas frescas estaban por todas partes.
—¡Positivo! —gritó al radEl agente sacó el libro de la basura y, al levantarlo, reveló el paquete oculto de fentanilo, sellando el destino de Álvaro mientras yo, en silencio, desaparecía entre la multitud como el fantasma que siempre había sido.