**Capítulo 1: El Objetivo**
Aguanto la respiración, contando las grietas en el suelo de linóleo de la cafetería.
Una, dos, tres.
Si no miro hacia arriba, quizás no me vean. Esa era la regla en el Instituto Cervantes. Ser invisible. Ser un fantasma. Mantener la cabeza baja, hacer tu trabajo y largarte. Pero hoy, el universo tenía otros planes. Una sombra cae sobre mi bandeja, bloqueando las luces fluorescentes y dejando un escalofrío en mi pizza fría.
“Eh, listillo.”
La voz es baja, cargada de esa falsa tranquilidad que siempre precede a la violencia. Es Adrián. Claro que es Adrián. El capitán del equipo de fútbol, el rey de los pasillos y el tipo que decidió que mi vida sería un infierno desde que llegué hace tres meses. Huele a colonia cara y privilegio.
No respondo. Solo aprieto con más fuerza mi libro de Matemáticas Avanzadas, los nudillos blancos contra la portada. Intento concentrarme en los números, en las derivadas, en la lógica que sí tiene sentido en un mundo que no lo tiene.
“Te estoy hablando,” gruñe Adrián, golpeando la mesa con su mano callosa.
El cartón de leche salta, derramando unas gotas. La cafetería, normalmente ruidosa, se queda en silencio a nuestro alrededor. A la gente le encanta un espectáculo, siempre que no sean ellos los protagonistas. Noto las miradas de las animadoras, los frikis y los que van a su rollo, todos clavando los ojos en nosotros.
“Solo quiero comer, Adrián,” susurro, alzando la vista por fin. Mi voz suena pequeña, extraña en mi propia garganta.
Él esboza una sonrisa, mirando a sus secuaces —Javi y Rubén—, que se ríen como hienas detrás de él. Son copias suyas, pero con menos neuronas y más agresividad. “¿Escuchasteis eso? Solo quiere comer. Pero sabes qué pienso yo? Que piensas demasiado. Tantos libros… te van a dejar ciego.”
Antes de que pueda reaccionar, Javi arranca el libro de mis manos. El papel se rasga un poco.
“Devuélvemelo,” digo, temblando. No de miedo —aunque lo hay—, sino de una rabia reprimida que no puedo soltar. No todavía. No puedo quemarme.
“¿Lo quieres?” Javi se burla, levantándolo por encima de su cabeza. Retrocede unos pasos, jugando al tonto como si fuera un perro. “Ven a buscarlo.”
Lo lanza al otro lado del pasillo. El libro gira en el aire, un proyectil de conocimiento, y cae con un golpe sordo en el cubo de basura gris junto a la salida. El plástico cruje mientras mi futuro —mis apuntes, mis deberes, los códigos que descifré— se hunde entre restos de hamburguesas y mondas de manzana.
Adrián se inclina, invadiendo mi espacio. “No necesitas estudiar, colega. Donde vas a ir, nadie lee. Eres un cero a la izquierda aquí.”
La mesa estalla en carcajadas. Un sonido cruel, cortante. Me levanto, la silla chirría contra el suelo. Mis manos tiemblan. Camino hacia el cubo, notando cómo el calor sube a mis mejillas. La humillación es un sudor frío en mi cuello.
Extiendo la mano hacia el cubo. Necesito recuperar ese libro. No solo eran deberes.
**Capítulo 2: La Brecha**
Mi mano está a centímetros del borde cuando el mundo estalla.
¡CRASH!
Las puertas dobles de la cafetería no se abren, explotan hacia adentro, golpeando los topes magnéticos con la fuerza de un tren de mercancías.
“¡TODOS AL SUELO! ¡MANOS A LA VISTA! ¡AHORA!”
El grito es gutural, amplificado por un megáfono. No es el director con un parte. No es el conserje con su sonrisa torcida.
Es un equipo táctico completo.
Chalecos negros. Cascos. Fusiles de asalto apuntando hacia adelante. “¡POLICÍA! ¡QUIETOS!”
Y a la cabeza, un pastor alemán, un animal musculoso que tira de la correa, sus garras arañando el suelo pulido. Su ladrido retumba contra las paredes.
El caos estalla al instante. Gritos, bandejas volcadas, sillas cayendo. El chirrido de las zapatillas contra el suelo se mezcla con los alaricos.
Adrián y su pandilla se quedan congelados. La risa se les ahoga en la garganta. Parecen ciervos ante los faros, confundidos, terroríficos, su postura dominante se derrumba en un segundo.
“¡HE DICHO AL SUELO!” ruge un agente, avanzando con el fusil barriendo la sala.
Me arrodillo junto al cubo, entrelazando los dedos tras la nuca. Controlo la respiración. Adentro, afuera. Conozco el protocolo. Lo había ensayado mil veces, aunque nunca pensé que pasaría en el recreo.
Adrián, sin embargo, está en pánico. Alza las manos, temblando. “¿Qué pasa? Mi padre está en el ayuntamiento, ¡no pueden—!”
“¡CÁLLATE Y TÍRATE AL SUELO!”
El guía del perro suelta la correa. El animal ya no ladra. Está en modo trabajo. No mira a los estudiantes gritando. No mira a los profesores acurrucados junto al comedor.
Baja la cabeza, olfateando frenético, arrastrando al agente hacia nuestro rincón. Hacia Adrián.
Adrián emite un gemido, tropezando con Rubén. “¡No he hecho nada! ¡Era solo una broma al empollón!”
Pero el perro no se detiene ante él. Pasa de largo su chaqueta de deporte.
Se planta frente al cubo donde cayó mi libro.
El perro se sienta.
Perfectamente entrenado. Rígido. Alerta. Mirando el cubo.
La señal.
El agente abre los ojos como platos. Me mira a mí, agachado a un metro. Luego al cubo. Luego a Adrián y sus amigos, que están justo al lado, con sus huellas frescas en la “evidencia”.
“¡Positivo!” grita el agente a la radio, con voz urgente. “¡Código Rojo! ¡Nadie sale! ¡Esperen al equipo antibombas!”
¿Antibombas?
Adrián mira el cubo, luego a mí. Se pone blanco como la pared. “¿Qué… qué has metido ahí?”
Levanto la vista, y por primera vez en tres meses, dejo caer la máscara. Ya no parezco el nuevo asustado. Lo miro fijamente.
“No he metido nada, Adrián,” digo, con voz firme, cortando el caos como un cuchillo. “Pero tú acabas de tirar mi libro justo encima de lo que buscan. Y gracias a tu juego, tu olor está por todas partes.”
El agente agarra a Adrián por la chaqueta y lo estrella contra la pared. “¡Esposadlo! ¡Ahora!”
“¡No! ¡Espera! ¡El libro es suyo!” Adrián señala con un dedo tembloroso. “¡Es del raro!”
El agente me mira. Yo me quedo quieto, tranquilo. Señalo el cubo.
“Agente,” digo claro. “Mire el doble fondo. No mi libro. Lo que hay debajo.”
**Capítulo 3: El Interrogatorio**
La cafetería se evacúa en segundos. Los estudiantes salen en fila, manos en la cabeza, escoltados por policías. Pero nosotros no. Ni yo, ni el grupito de Adrián.
Nos separan.
A Adrián le ponen esposas delante de todo el instituto. El “Rey del Cervantes” llora, con mocos y lágrimas. Es patético. Javi y Rubén están en el suelo, vomitando del miedo.
Un agente me lleva,Los últimos rayos del sol se desvanecían mientras el motor del coche negro arrancaba, llevándome lejos del Instituto Cervantes para siempre, hacia una nueva identidad y otra misión que nadie más conocería.