Alerté a la policía por el motero en el balcón… hasta que vi lo que llevaba

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Estaba a punto de llamar a la policía por el motero que escalaba el balcón de mi vecino hasta que vi lo que le estaba dando de comer. Mi dedo ya tocaba el botón del 112 cuando, al mirar más de cerca por la ventana de la cocina, me di cuenta de que aquel hombre tatuado y robusto, suspendido a tres alturas, no estaba entrando a robar.

Sostenía un cuenco de comida para un perro hambriento que llevaba seis días atrapado en aquel balcón.

Seis días. Yo había visto cómo aquel perro se moría poco a poco durante casi una semana. Un pastor alemán. Flaco. Desesperado. Lloriqueando y ladrando a todas horas. El piso era de un tipo al que habían desahuciado, pero al parecer había dejado allí a su perro para que muriera de hambre.

Había llamado al servicio de protección animal cuatro veces. Me dijeron que no podían entrar sin permiso del dueño o una orden judicial. Llamé a la policía.

Me contestaron que era un asunto de protección animal. Llamé a la administración del edificio. Dijeron que estaban “tramitándolo”, pero que no podían derribar una puerta sin seguir los procedimientos legales.

Mientras tanto, un ser vivo se estaba muriendo a treinta metros de mi ventana. Y me sentía impotente. Todos nos sentíamos así. Todo el edificio escuchaba los lloros de aquel perro. Algunos se quejaban del ruido. La mayoría solo nos sentíamos fatal pero no sabíamos qué hacer.

Hasta que esta mañana, escuché una moto aparcar. Tubo de escape ruidoso, de los que hacen temblar los cristales. Miré y lo vi. Un tipo grande. Barba espesa. Chaleco de cuero lleno de parches. Brazos cubiertos de tatuajes. El tipo de persona que hace que la gente cruce de acera.

Estaba mirando hacia el balcón. El perro estaba junto a la barandilla, apenas podía mantenerse en pie, ladrando débilmente. El motero se quedó allí unos dos minutos, simplemente observando. Luego entró en el edificio. Pensé que quizá vivía aquí. Tenemos de todo.

Veinte minutos después, oí gritos en el pasillo. Entreabrí la puerta. El motero discutía con el administrador del edificio. “Ese perro se está muriendo”, decía el motero. Su voz era ronca pero calmada. “No estoy pidiendo permiso. Estoy diciendo que voy a sacar a ese animal”.

El administrador movía la cabeza. “Señor, no podemos permitir que los residentes entren en otras viviendas. Si lo intenta, tendré que llamar a la policía”. El motero lo miró fijamente. “Pues llámelos. Pero voy a por el perro”.

Se alejó. El administrador se fue corriendo, supongo que para cumplir su amenaza. Volví a mi piso y seguí mirando por la ventana. El motero salió del edificio, fue a su moto y sacó una mochila. Entonces hizo algo que no me esperaba.

Empezó a escalar. No las escaleras. La fachada misma del edificio. Había un relieve decorativo con suficiente agarre si eras lo suficientemente fuerte y loco. Este tipo aparentemente era ambas cosas.

Pasó el primer piso. Luego el segundo. Lo vi subir con sus brazos tatuados, sus botas encontrando apoyo en estrechas cornisas. No llevaba ningún equipo de seguridad. Ni cuerdas. Ni arnés. Solo un motero de mediana edad escalando tres pisos de un edificio de ladrillo a plena luz del día porque un perro se moría de hambre.

Ahí fue cuando casi marco el 112. Porque, aunque entendía lo que intentaba hacer, parecía una locura. Podía caerse. Podía morir. Y yo sería testigo de alguien que se mataba intentando salvar a un perro.

Pero algo me hizo dudar. Quizá era cómo se movía. Con cuidado. Determinación. Como si ya hubiera hecho cosas peligrosas antes y conociera sus límites. O quizá era que, durante seis días, yo solo había hecho llamadas que no llevaron a nada. Y este desconocido estaba haciendo algo de verdad.

Llegó al tercer piso. Se subió a la barandilla del balcón. El perEl perro lo miró con ojos agradecidos antes de lamerle la mano, y en ese momento supe que algunos héroes llevan chalecos de cuero en lugar de capas.

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