Abuela despide a su enfermera y contrata a un motero tatuado

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Hoy quiero contar una historia que he presenciado desde mi ventana. La de una mujer valiente y un hombre inesperado que le devolvió la vida.

Se llama Margarita López, tiene ochenta y siete años y vive en el piso 4B desde hace cuarenta y tres años. Su marido, Javier, murió en 2003. Sus tres hijos viven en distintas provincias y apenas la visitan un par de veces al año. Margarita padece Parkinson avanzado, osteoporosis y una soledad que duele en los huesos.

Llevo dos años viviendo enfrente de su casa. Soy periodista y trabajo desde casa, así que empecé a fijarme en los detalles. La agencia de cuidados le mandaba enfermeras distintas cada semana. Margarita intentaba hablar con ellas, hacerlas reír, pero solo cumplían su rutina y se iban. La alimentaban, la bañaban, le daban la medicación y desaparecían.

Margarita comenzó a dejar la puerta entreabierta durante el día, solo un poco, suficiente para escuchar ruidos en el pasillo, para no sentirse completamente sola. Yo le saludaba al pasar. A veces me quedaba un rato a charlar. Me hablaba de Javier, veterano de la División Azul, de sus hijos “demasiado ocupados”, de cuando viajaba por el mundo y ahora no podía ni llegar al buzón sola.

Todo cambió un martes de enero. Escuché su puerta abrirse y miré por la mirilla. Allí estaba él: casi dos metros de altura, tatuajes hasta las manos, barba poblada y un chaleco de cuero lleno de parches. Llevaba bolsas de la compra.

Al principio pensé que la estaban robando. Abrí mi puerta y pregunté: “¿Necesita ayuda?”. Él se giró y me sonrió. Una sonrisa que le transformaba la cara. “Solo le ayudo a doña Margarita con la compra. Me llamó ella”.

Desde dentro llegó la voz de Margarita: “¡Rafael! Pasa, pasa. Y que entre también mi vecina cotilla”.

Entré, desconfiada. Margarita estaba en su sillón, radiante. No la había visto así en meses. “Este es Rafael”, dijo orgullosa. “Es mi nuevo ayudante. Ayer despedí a la agencia”. Rafael colocó la compra como si llevara años haciéndolo. “A doña Margarita le gustan las galletas en el segundo estante y las bolsitas de té en la lata junto al fogón”.

La miré. “¿Despediste a la agencia? ¿Lo saben tus hijos?”. Su sonrisa se apagó un poco. “Mis hijos no tienen que saber todo lo que hago. Aún no estoy muerta, aunque se empeñen en planear mi funeral”.

Rafael terminó y se sentó en el sofá con una delicadeza inesperada. “Doña Margarita, toca su medicación. ¿La preparo?”. “Por favor, cariño”. Fue a la cocina y volvió con un pastillero y un vaso de agua. Se los entregó con una ternura que me conmovió. Ella tomó las pastillas y le acarició la mano. “Gracias, cielo”.

Tenía que saber más. “¿Cómo se conocieron?”. Los ojos de Margarita brillaron. “Intentó robarme el bolso”. Me quedé boquiabierta. Rafael se rió. “No fue exactamente así, doña Margarita”. “Casi igual”, replicó ella. “Cuéntaselo”.

Y así me enteré. Tres semanas antes, Rafael iba en su moto por nuestro barrio y vio a Margarita sentada en un banco frente al edificio. Había bajado sola, pero no podía volver. El ascensor estaba estropeado. “Estaba allí, helándose”, dijo Rafael. “Sin abrigo. Paré y le pregunté si necesitaba ayuda. Dijo que sí, pero que no tenía dinero para pagarme”. Sonrió. “Así que la subí a cuestas cuatro pisos”.

Margarita intervino. “Y cuando llegamos, intenté darle mi bolso. Pensé que era lo que quería. El hombre que me cargó. Asumí que lo hacía por dinero”. Bajó la voz. “Es lo que he aprendido. Todo el mundo quiere algo”.

Rafael continuó. “Le dije que no quería dinero. Me preguntó por qué la ayudaba entonces. Le respondí que porque lo necesitaba y yo estaba ahí”. Hizo una pausa. “Se echó a llorar. Dijo que nadie había hecho algo por ella sin pedirle nada a cambio en diez años”.

“Le invité a un té”, dijo Margarita. “Y se quedó. Dos horas. Hablamos de todo. De su club de moteros, de su trabajo como carpintero, de su hija, de Javier, de mi vida. Una conversación de verdad. Como no tenía desde que murió mi marido”.

“Al irme, me pidió que volviera”, contó Rafael. “Y lo hice. Al día siguiente, y al otro. Tras una semana, despidió a la enfermera y me pidió que la cuidara yo”.

Estaba asombrada. “Pero la agencia son profesionales. Están formados”. Margarita endureció la mirada. “Son extraños que me tratan como una tarea en su lista. Rafael me trata como una persona”.

“No lo hago por dinero”, añadió él rápidamente. “Doña Margarita insiste en pagarme, pero no es por eso que vengo. Vengo porque me recuerda a mi abuela. Murió sola en una residencia mientras yo servía en Afganistán. Nunca pude despedirme”. La voz le quebró. “Prometí que nunca dejaría sola a otra abuela si podía evitarlo”.

Las semanas siguientes, vi cómo crecía su rutina. Rafael llegaba a las 9 de la mañana, la ayudaba a asearse, le preparaba el desayuno y pasaban horas charlando. De la vida, de las pérdidas, de todo y de nada. Cuando hacía buen tiempo, la sacaba en una silla de ruedas que compró él mismo. La llevaba al parque, a la biblioteca, al café donde solía ir con Javier.

La gente los miraba. Un motero gigante con tatuajes empujando a una anciana frágil. Algunos asustados, otros con cara de disgusto. A Margarita le encantaba. “Que miren”, decía. “Tengo al cuidador más interesante de toda Sevilla”.

Rafael empezó a llevarla a eventos de su club. No a rutas, pero sí a comidas y actos benéficos. Margarita se convirtió en la abuela del grupo. Treinta moteros llamándola “doña Margarita” y compitiendo por traerle los mejores postres.

Una vez, con lágrimas en los ojos, me dijo: “No me sentía tan viva en veinte años”.

Hasta que sus hijos se enteraron. Su hija Laura me llamó, furiosa. “¿Qué pasa con mi madre? ¿Por qué anda con un delincuente? ¿Le está robando? ¿Se está aprovechando?”. Le dije la verdad: su madre estaba más feliz que nunca. Comía mejor, se movía más, reía, vivía. Laura no quiso escuchar. “No está en sus cabales. El Parkinson le afecta el juicio. Vamos a parar esto”.

Dos semanas después, llegaron los tres hijos. Entraron en su piso mientras Rafael estaba allí y comenzaron a gritar. Lo acusaron de maltrato, de estafa, de manipulación.

Margarita se levantó de su sillón, algo que rara vez hacía. “Fuera de mi casa”. Laura intentó coger su mano. “Mamá, queremos protegerte. Este tipo es peligroso”.

“Este tipo”, dijo Margarita, temblando de rabia, “ha venido cada día durante dos meses. ¿Dónde estabais vosotros? ¿En Navidad? ¿En mi cumpleaños?”. Señaló a Rafael. “Él siempre está. Y os atrevéis a llamarlo peligroso?”.

Su hijo Luis intervino. “Mira cómo va, mamá. Los tatuajes, el chaleco de motero. Está claro que te está usando”. Rafael no dijo nada, solo agachó la cabeza.

Margarita se acercó a él y le cogió la mano. “Este hombre me subió cuatro pisos a cuestas cuando me estaba congelando en un banco. Me baña cuandocuando no puedo, me alimenta, habla conmigo y me hace reír, y vosotros solo venís para discutir por mi herencia.

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