**Diario de Lucía García**
Hoy es el día en que todo cambió. Mi hijo Álvaro estaba al borde de la muerte y necesitaba mi riñón. Mi nuera, Claudia, me dijo con frialdad: *”Es tu obligación, eres su madre”*. El médico ya preparaba el quirófano cuando, de repente, mi nieto de nueve años, Mateo, irrumpió gritando: *”¡Abuela! Tengo que decirle a todos por qué mi papá necesita tu riñón.”*
El equipo médico quedó paralizado.
Estoy tendida en la fría mesa de operaciones. La luz blanca del quirófano me ciega. Quisiera cerrar los ojos, pero mi cuerpo está rígido, no por el frío, sino por una opresión en el pecho, como si el destino me estrangulara. El *bip bip* del monitor cardíaco marca un ritmo constante, pero cada latido resuena como un martillazo en mi cabeza.
Oigo todo: el metal de los instrumentos al chocar, el crujir del papel cuando el doctor revisa mi historial, los susurros de Claudia y sus padres al otro lado del cristal. Intento mirarlos. Claudia está allí, con los brazos cruzados y una mirada afilada como una navaja. Susurra algo a sus padres, pero sus ojos no se apartan de mí, como si me ordenara: *”Firma. Hazlo.”*
Ya firmé el consentimiento para darle mi riñón a Álvaro. Mi firma, temblorosa, parece sellar un destino del que no puedo escapar. La enfermera sostiene la jeringa con la anestesia. Cierro los ojos, pero no puedo calmar el miedo.
Entonces, un estruendo. La puerta se abre de golpe. Mateo entra corriendo, con los zapatos embarrados y el uniforme escolar arrugado. Una enfermera lo persigue, gritando: *”¡Niño, no puedes entrar aquí!”* Pero Mateo no se detiene. Se acerca a mí, con los ojos llenos de lágrimas pero una determinación que me parte el alma.
*”Abuela, tengo que decirles la verdad.”*
El quirófano enmudece. El monitor cardíaco suena más fuerte. Un médico deja caer unas pinzas. El sonido del metal contra el suelo es como un grito en el silencio.
El doctor Ramírez, el cirujano, levanta una mano. *”Habla, niño.”*
Claudia golpea el cristal, histérica. *”¡No le escuchen! ¡Es solo un niño!”* Pero su voz tiembla. Ya no es la mujer fría de antes. Ahora está asustada.
Mateo aprieta un viejo móvil en su mano. *”Tengo una grabación.”*
Y entonces, la verdad estalla.
**Días antes…**
Vivo en un pequeño pueblo de Castilla. Mi marido, Antonio, lleva diez años postrado en una silla de ruedas. Crié a mis dos hijos, Álvaro y Daniel, trabajando desde el amanecer en el mercado, vendiendo fruta y cosiendo por las noches. Mis manos están ásperas, pero nunca me quejé.
Álvaro, mi mayor, era fuerte. Hasta que empezó a enfermar. Claudia, su esposa, parecía atenta, pero algo en su mirada me inquietaba. Un día, escuché una llamada: *”Todo va según el plan.”*
Daniel, mi hijo menor, sospechaba. *”Mamá, he visto medicinas sin etiquetas en su botiquín.”*
Mateo, inocente pero perspicaz, me preguntó una tarde: *”Abuela, ¿y si a papá lo están envenenando?”*
Todo encajó cuando Mateo me mostró una grabación. La voz de Claudia: *”Después del trasplante, los datos serán perfectos. Esa vieja no se negará.”*
**Hoy, en el quirófano…**
La grabación suena. Claudia y sus padres negociaban con un hombre extraño. Vendían datos médicos. Álvaro no estaba enfermo… lo estaban envenenando.
El doctor Ramírez ordena detener la cirugía. Claudia grita, pero la policía la lleva.
Álvaro, en otra sala, llora al entender la traición. Daniel me abraza. Mateo, mi pequeño héroe, sonríe entre lágrimas.
**Reflexión final**
Escribo esto en mi diario, bajo la luz de una lámpara titilante: *”La sangre no siempre hace familia. A veces, la verdad te muestra quién realmente te ama.”*
Perdí la confianza, pero gané algo más valioso: mi voz.
**Y ahora, te pregunto:** Si estuvieras en mi lugar, ¿hablarías o te quedarías callado? Cada historia puede iluminar el camino de otro.
Gracias por leer hasta aquí. Si esta historia te llegó, compártela. Nunca sabes a quién puede ayudar.
(Nota: Los nombres y lugares se han modificado para proteger identidades.)