La trabajadora social nos dijo que la petición de la madre moribunda era imposible, pero habíamos recorrido 2.000 kilómetros para escucharla de su propia boca.
Mi hermano de moto Antonio y yo estábamos en el pasillo del centro de acogida a las once de la noche, un martes cualquiera, aún con nuestras chaquetas de cuero llenas de polvo de la carretera, esperando a que la sacaran.
Nunca habíamos visto a esa mujer. No supimos su nombre hasta tres días antes. Pero su hermana había llamado a nuestro club de moteros veteranos con una súplica que partió el corazón a todos los que estaban allí:
*”Mi hermana tiene cáncer en fase cuatro y cuatro niños menores de nueve años. Su padre está en la cárcel. Le quedan semanas de vida y los Servicios Sociales van a separarlos en casas de acogida diferentes.”*
La voz de la hermana se quebró. *”Escuchó lo que hacéis con las recogidas de juguetes y los niños a los que habéis ayudado. Os pide, por favor, que alguien mantenga a sus hijos juntos.”*
La directora del centro lo dejó claro por teléfono: *”Dos solteros de cincuenta años sin experiencia con niños no pueden adoptar a cuatro menores traumatizados. No es nada personal, son las normas.”*
Pero si queríamos conocerlos y ayudar con su manutención, éramos bienvenidos.
Fuimos igual. Antonio y yo hablamos quizá diez minutos antes de decidir que saldríamos en la moto.
Los dos habíamos perdido a nuestras familias—la mía en un divorcio hace veinte años, la suya en un accidente de coche que se llevó a su mujer y a su bebé.
Los dos habíamos pasado décadas huyendo de ese dolor sobre nuestras motos. Y los dos habíamos llegado al punto en que huir ya no era suficiente.
La puerta se abrió y una enfermera la sacó en una silla de ruedas. María. Treinta y dos años pero aparentando cincuenta.
El cáncer le había robado el peso, el pelo, el color. Pero sus ojos—sus ojos ardían con una desesperación viva.
Detrás de ella venían los cuatro pequeños, de dos a ocho años, agarrados de la mano en cadena. La mayor, Lucía, apretaba la mano del pequeño con tanta fuerza que los nudillos se le veían blancos. Habían aprendido a no soltarse.
Eso me destrozó.
María levantó la mirada hacia nosotros—dos moteros corpulentos con barba, parches y cuero—y sonrió. *”Habéis venido,”* susurró. *”Rosa dijo que quizá seríais lo bastante locos para venir, pero no lo creí.”*
Rompió a llorar. *”Habéis venido.”*
Antonio se arrodilló para estar a su altura. Yo mido 1,90 y Antonio 1,95, y los dos tenemos pinta de obreros de la construcción. Podríamos asustar.
Pero la voz de Antonio era suave. *”Señora, su hermana nos contó su situación. Queríamos conocerla a usted y a sus preciosos hijos.”*
Los niños nos miraban como si fuésemos osos que hubieran entrado en el edificio. El pequeño de dos años se escondía tras Lucía, la mayor.
María alargó la mano y agarró la de Antonio con las suyas. *”Me estoy muriendo. Los médicos dicen que me queda un mes.”*
*”A mis hijos los van a separar. Lucía tiene ocho. Pablo, seis. Alba, cuatro. Y el pequeño, Martín, dos. Nunca han estado aparte. Tienen miedo.”*
Hizo una pausa. *”El sistema los va a meter en casas distintas porque nadie quiere cuatro niños de golpe, sobre todo…”* Se detuvo.
*”¿Sobre todo qué?”* pregunté con suavidad.
Bajó la mirada. *”Sobre todo cuatro niños mestizos cuyo padre está en la cárcel y cuya madre se muere en un centro de acogida.”*
*”Conozco las estadísticas. Sé lo que les pasa a niños como los míos en el sistema. Yo estuve ahí. Te destroza.”*
Nos miró otra vez y apretó la mano de Antonio con más fuerza. *”Pero oí lo que hacéis los moteros. Las recogidas de juguetes. Los niños a los que protegéis. Las familias que ayudáis.”*
*”Rosa me enseñó la noticia de cuando vuestro club pagó el funeral de ese veterano. Dijo que quizá, solo quizá, podríais ayudar a mantener juntos a mis hijos.”*
Lucía, la de ocho años, dio un paso al frente. Era menuda, toda ojos grandes y furia protectora.
*”¿Vais a separarnos?”* exigió saber. *”Porque si es así, me escaparé y me llevaré a mis hermanos. Le prometí a mamá que estaríamos juntos pase lo que pase.”*
Tenía la barbilla alta, los brazos cruzados. Esa niña ya se había convertido en madre. Ocho años y cargando con el peso del mundo.
Me arrodillé también. *”Lucía, no estamos aquí para separaros. Estamos aquí porque tu mamá nos pidió que os conociéramos.”*
Miré a María. *”Señora, voy a ser sincero. Mi hermano Antonio y yo no estamos casados. No somos ricos. Somos obreros que montamos en moto los fines de semana.”*
*”Vivimos de manera sencilla. Pero los dos somos veteranos, los dos tenemos historiales limpios y los dos sabemos lo que es perderlo todo.”* Hice una pausa. *”Y los dos sabemos lo que es desear que alguien apareciera cuando más lo necesitábamos.”*
Antonio intervino. *”La trabajadora social nos dijo por teléfono que no podemos adoptar a los cuatro. Que va contra las normas. Que dos solteros no pueden hacerse cargo de cuatro niños.”*
Miró directamente a María. *”Pero las normas se pueden cambiar. Las reglas, romper. Tenemos sesenta hermanos en el club, y la mayoría son padres y abuelos.”*
*”Tenemos abogados, profesores, sanitarios. Gente que sabe cómo funciona el sistema.”* Hizo una pausa. *”Si quiere que luchemos por sus hijos, señora, lucharemos. Como demonios.”*
María empezó a sollozar. No lágrimas silenciosas—sollozos que le sacudían el cuerpo.
Los niños se abalanzaron sobre ella, subiéndose a su regazo, rodeando la silla de ruedas, acariciándole los brazos, diciéndole que todo iba a salir bien.
Pablo, el de seis años, nos miró con las mejillas empapadas. *”¿Vais a ser nuestros papás?”* preguntó. *”Mamá dijo que quizá vendrían ángeles. ¿Sois ángeles?”*
La voz de Antonio se quebró. *”No, pequeño. Solo somos dos moteros viejos. Pero os protegeremos como ángeles si nos dejáis.”*
Alba, la de cuatro años, tiró de mi chaqueta. Señaló el parche con la bandera de España. *”Mi abuela tenía esa bandera en su casa,”* dijo bajito. *”Antes de irse al cielo.”*
Tragué saliva. *”Mi madre me dio esta bandera. También está en el cielo. Quizá tu abuela y mi madre sean amigas allí.”*
Alba lo meditó en serio. Luego alzó los brazos.
Miré a María—asintió—y la levanté. Pesaba tan poco. Me abrazó al cuello y susurró: *”Hueles a fuera. Al aire bueno, no al que da miedo.”*
La abracé e intenté no llorar.
Antonio cogió al pequeño Martín, que le agarró la barba al instante. *”Suave, cariño,”* susurró su madre, pero Antonio se rió. *”No pasa nada. He tenido peores.”*
Pasamos dos horas en el centro. María nos contó todo—su comida favorita, sus miedos, sus sueños.
Lucía quería ser maestra. Pablo adoraba los dinosaurios. Alba tenía pánico a laCada noche, antes de dormir, les recordamos a esos cuatro pequeños la promesa que le hicimos a su madre: “Vuestra mamá os amó más que nada en este mundo, luchó por vosotros hasta el final, y nosotros también lo haremos.”