Motero prometió un último viaje a la joven moribunda, pero ella pidió algo inesperado

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La niña con la venda blanca en la cabeza me miró y dijo las palabras que me destrozaron: «No quiero un paseo en moto. Quiero que seas mi papá por un día entero».

Tengo cincuenta y tres años, llevo veintisiete con mi club de moteros y nunca he tenido hijos. Nunca me casé, nunca me establecí, siempre pensé que esa parte de la vida no estaba hecha para mí.

Pero allí, en esa salita, mirando a Lucía de seis años mientras abrazaba su osito de peluche, sentí algo romperse dentro de mí.

Su madre, Carmen, había llamado al club tres días antes. Con la voz temblorosa, dijo: «Mi hija tiene un tumor cerebral. Le quedan dos meses, quizá. Le encantan las motos y pidió que un motero de verdad la llevara a dar una vuelta antes de que… antes de que no pueda».

Nuestro presidente pidió voluntarios. Todos levantamos la mano. Pero Carmen me eligió a mí de entre las fotos que vio. «Lucía dijo que pareces que das buenos abrazos», le explicó a nuestro presidente.

Así que allí estaba yo, entrando en su casa humilde, esperando darle una vuelta rápida a la niña. Había hecho carreras benéficas antes, visitado niños en hospitales, todo eso. Creía saber qué esperar.

Tenía mi Harley limpia y reluciente, mi chaleco impecable, y hasta le llevé un casco rosa con mariposas.

Pero al sentarme junto a ella en el sofá y preguntarle si estaba lista para el paseo, Lucía negó con la cabeza. «¿Podemos fingir mejor?», susurró. «Hoy me duele mucho la cabeza. El médico dice que el tumor me marea. Pero mamá dijo que venías y no quería que perdieras el tiempo, así que…». Su vocecita se apagó.

«¿Puedes fingir que eres mi papá? Solo por hoy. Nunca he tenido uno».

Carmen lloraba en silencio en el marco de la puerta. La miré y me dijo, sin voz: «Lo siento. Debí avisarte».

Pero ¿qué iba a hacer? ¿Decirle que no a esta niña que se moría? ¿Marcharme porque no era lo que esperaba? Soy muchas cosas, pero no ese tipo de hombre.

«Claro, cariño», dije, con la voz más ronca de lo habitual. «¿Qué hacen los papás con sus hijas?».

El rostro de Lucía se iluminó, a pesar del dolor. «¿Me lees un cuento? ¿Y luego vemos una peli? ¿Y me dices que soy guapa e inteligente, como hacen los papás?».

Ahí fue cuando rompí a llorar. Justo ahí, sentado al lado de una niña que conocía desde hacía cinco minutos.

Porque ¿qué clase de mundo permite que una niña crezca sin que nadie le lea un cuento o le diga que es inteligente?

Pasé las siguientes ocho horas siendo el papá de Lucía. Le leí todos sus libros—dos veces. Vimos su película favorita, sobre una princesa que se salva a sí misma.

Le preparé el almuerzo, cortando el bocadillo en triángulos, porque dijo que así lo hacen los papás. La ayudé a dibujar y, cuando se cansó, la cargué hasta el sofá y la dejé dormir en mi hombro.

Carmen me contó su historia mientras Lucía dormía. Se quedó embarazada a los diecinueve. El padre se marchó al enterarse. Crió a Lucía sola, con dos trabajos, apenas llegando a fin de mes.

Habían tenido buenos años, a pesar de todo. Pero hacía seis meses, los dolores de cabeza empezaron. Cuando descubrieron el tumor, ya era inoperable. Demasiado profundo, demasiado agresivo.

«Hace un mes me preguntó por qué nunca tuvo un papá», dijo Carmen, secándose las lágrimas. «Todos sus amigos del colegio tienen uno. Quería saber qué tenía de malo para que su papá no la quisiera».

«No supe qué decirle. ¿Cómo le explicas a una niña de seis años que hay gente egoísta y cruel?».

Cuando Lucía despertó, me miró con esos ojos enormes y preguntó: «¿Vendrás mañana?».

El corazón se me partió otra vez. «Sí, princesa. Vendré mañana».

Eso fue hace cuatro meses. Los dos meses que le dieron los médicos pasaron. Yo aparecí cada día.

A veces hacíamos cosas grandes—la cargaba hasta mi moto parada para que «condujera». Otras, cosas pequeñas—pelis, dibujos, muñecas.

Y cada día, le decía que era la niña más guapa, lista y valiente del mundo.

Al principio, mis compañeros del club pensaron que me había vuelto loco. Hasta que la conocieron. Pronto no fui solo yo quien la visitaba.

Vinieron otros, con regalos, acompañándola para que Carmen pudiera ducharse o hacer recados. Nos convertimos en su familia. Sus tíos, como ella nos llamaba.

La Fundación Make-A-Wish le concedió un deseo—un viaje para conocer a una princesa. Pero Lucía lo rechazó.

«Ya tengo mi deseo», dijo. «Tengo un papá y muchos tíos. No necesito nada más».

La semana pasada, Lucía empeoró. El tumor avanzaba. Dejó de caminar. Dormía casi todo el día.

La enfermera dijo que quedaban días, quizá una semana. Dejé mi trabajo en la construcción. No me iba a separar de ella.

Ayer por la mañana, Lucía pidió a Carmen que la vistiera con su camiseta azul favorita. Luego me llamó.

Cuando llegué, estaba en el sofá, abrazando su osito, apenas pudiendo mantener los ojos abiertos. Pero sonrió al verme.

«Hola, papá», susurró. Eso me llamaba desde hacía un mes. Ya no «papá de mentira». Solo papá.

Y yo la llamaba «mi hija». Porque lo era.

La abracé con cuidado, temiendo hacerle daño. Era tan frágil.

«Te hice algo», dijo. Carmen le alcanzó un dibujo en crayón: un hombre en moto con una niña detrás.

Arriba, con su letra temblorosa, decía: «Mi papá. Te quiero».

Agarré ese dibujo y lloré. No lágrimas discretas. Un llanto que me sacudió entero.

Lucía me tocó el chaleco con su manita. «No estés triste, papá. Me hiciste muy feliz. Supe lo que es tener un papá. Es lo mejor que me ha pasado».

«Tú también eres lo mejor que me ha pasado, cariño», le dije, y lo sentí con toda el alma.

Esa niña cambió mi vida en cuatro meses. Me enseñó lo que me había perdido. Me convirtió en padre.

Lucía se durmió en mis brazos. No volvió a despertar.

Falleció a las tres de la madrugada, con Carmen y yo sosteniéndole las manos.

Sus últimas palabras, casi inaudibles: «Te quiero, papá».

El funeral es la semana que viene. Yo daré el elogio. El club hará una marcha en su honor.

Llevaré mi chaleco con un nuevo parche—uno que Carmen hizo para mí. Una mariposa rosa con su nombre debajo. El nombre de mi hija.

La gente me pregunta cómo estoy. Dicen que debe ser duro pasar tanto tiempo con una niña enferma. No lo entienden.

Sí, tengo el corazón roto. Sí, lloro cada vez que pienso en ella. Pero lo volvería a hacer sin dudar.

Porque durante cuatro meses, fui el papá de alguien. Hice que una niña se sintiera amada y especial. Y ella me hizo sentir completo como nunca antes.

Nunca la llevé en mi moto. El tumor no se lo permitió. Pero no importa.

Porque lo nuestro fue mejor que un simple paseo. Fueron tardes de películas, cuentos, «te quieros» y abrazos.

Lucía me dijo unaAhora, cada vez que monto, siento su risa en el viento y su pequeño abrazo alrededor de mi cintura, como si nunca se hubiera ido.

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