Los soldados se burlaban de las cicatrices de la joven hasta que el general reveló la impactante verdad.

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Los soldados comenzaron a reírse de las cicatrices de la chica hasta que un general llegó y les contó la terrible verdad.

En una unidad militar donde, hasta hace poco, solo servían hombres, la llegada de la chica desató una tormenta de emociones. Al principio, hubo desprecio. Los soldados murmuraban cosas como “el sexo débil”, “no está hecha para esto” o “no aguantará ni un mes”. Poco a poco, las burlas se volvieron descaradas: a veces no la dejaban participar en los ejercicios más duros, otras bromeaban diciendo que solo servía para “servir el café”.

Cada día era un desafío. No paraban de mofarse de ella. “Ponte un uniforme más pequeño, a lo mejor así corres más rápido”, decían algunos. Otros hacían comentarios ácidos cuando iban al entrenamiento: “Ten cuidado, no te caigas, que luego se te rompe otra uña”.

Un día, mientras la chica se cambiaba en el vestuario, sus compañeros vieron las profundas cicatrices que tenía en la espalda. Las risas no tardaron en llegar.

“Mira”, dijo uno, “debe de haber tenido una cita muy movida”.

“O quizá se encontró con un rallador de queso”, añadió otro.

La chica permaneció callada en el suelo, incapaz de contener las lágrimas. Pero ni su dolor los detuvo. En ese momento, la puerta se abrió y entró el general. Vio a la chica agachada, rodeada de risas.

“¿Sabéis de quién os estáis riendo?” Su voz resonó en el silencio que de pronto invadió la sala.

Los soldados se callaron al instante, sin atreverse a levantar la mirada. Entonces, el general les contó la verdad sobre ella.

“Delante de vosotros está una de las mejores agentes de inteligencia de nuestro país”, dijo con firmeza. “Ya servía cuando vosotros seguíais en el colegio. Esas cicatrices son de una misión de combate. Su pelotón cayó en una emboscada, y están vivos porque ella rescató a sus compañeros heridos. Recibió graves heridas, pero no se rindió”.

Un silencio incómodo llenó la habitación. Las sonrisas desaparecieron y la vergüenza se apoderó de ellos.

“En lugar de agradecerle su servicio, os reís de sus cicatrices”, les dijo el general con frialdad.

“Vergüenza deberíais tener”.

“¿Por qué… por qué no nos lo dijiste?”, preguntó uno con cautela.

La chica levantó la vista, se secó las lágrimas y respondió con calma:

“Solo cumplía con mi deber. No hay mérito en eso”.

Los soldados bajaron la cabeza. Entonces, uno le tendió la mano. Los demás lo imitaron.

“Perdónanos… y gracias por tu servicio”, dijo el más joven. Desde aquel día, nadie volvió a llamarla “el sexo débil”. Ahora era más que una compañera: un ejemplo de fuerza y valentía.

La verdadera grandeza no está en la fuerza física, sino en el coraje de levantarse, incluso cuando el mundo se ríe de tus heridas.

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