En el aeropuerto de Madrid-Barajas, los viajeros se quedaron impactados al ver a un soldado tumbado en el frío suelo mientras un pastor alemán ladraba a los que se acercaban. La gente, horrorizada, pronto comprendió el motivo del comportamiento del animal.
Esa mañana, el aeropuerto estaba lleno de gente: algunos se apresuraban, otros hacían cola para tomar un café, y algunos simplemente miraban por las ventanas cómo los aviones despegaban. Todo transcurría con normalidad hasta que, en uno de los pasillos, la gente comenzó a detenerse. Algunos pensaron que se estaba grabando algo, otros sospecharon que había ocurrido algo grave.
En el suelo, sobre las frías losas, yacía un joven con uniforme militar. Su rostro estaba pálido, los ojos cerrados. A su lado, sentado como un guardián, estaba el pastor alemán: grande, imponente, con una mirada alerta. Permaneció inmóvil pero vigilante, observando a cada persona que pasaba. Si alguien se acercaba demasiado, el perro se levantaba y gruñía. No atacaba, pero dejaba claro el mensaje: «No te acerques».
La gente se miraba entre sí, algunos susurraban:
—¿Se encontrará mal?
—¿Está respirando?
—¿Debemos llamar a urgencias?
Los guardias de seguridad se acercaron rápidamente, pero el animal también les advirtió con un ladrido firme y resonante. La multitud se tensó aún más, convencida de que el soldado se había desmayado y su fiel compañero no permitiría que nadie lo molestara.
Entonces, un joven entre la gente dio un paso hacia adelante, quizá para comprobar si el militar respiraba. El perro reaccionó al instante, ladrando con fuerza. Y justo en ese momento de tensión, el soldado abrió los ojos. Fue entonces cuando todos entendieron por qué el animal actuaba así.
El soldado miró con calma al perro, luego a las personas alrededor, se incorporó ligeramente y bostezó. El silencio se apoderó del lugar.
—Todo está bien —dijo, con una tímida sonrisa—. Solo estaba descansando. El viaje fue largo, apenas dormí. En el campo, hemos descansado en sitios peores. Aquí al menos el suelo es liso.
Resultó que solo se había echado una siesta, y su perro había estado protegiendo su sueño todo ese tiempo, asegurándose de que nadie lo molestara ni le robara nada.
La tensión se disipó al instante. Algunos rieron, otro comentó con humor:
—Vaya guardaespaldas tiene, señor.
Los guardias, tras confirmar que estaba bien, insistieron en que se levantara y se dirigiera a la sala de espera. Un miembro del personal médico, que ya estaba alerta, le tomó el pulso y comprobó que todo estaba en orden.
La gente, que antes estaba preocupada, ahora mostraba admiración: «Menos mal que no fue nada grave», «Qué perro tan inteligente, un verdadero protector».
El soldado se levantó, dio las gracias y, acompañado de su fiel compañero, se marchó tranquilo hacia la sala de espera. Los viajeros que presenciaron la escena no dejaban de hablar durante horas de la lealtad y astucia de aquel extraordinario animal.
Y así, entre el ajetreo del aeropuerto, quedó una lección silenciosa: a veces, los gestos más simples, como el cuidado de un fiel amigo, nos recuerdan el verdadero valor de la protección y la lealtad.