Un soldado regresa para encontrar su hogar destrozado y su esposa con otro

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Tras 730 días agónicos en el frente, Adrián Santos regresó a casa, el corazón henchido de esperanza e ilusión. Soñaba con abrazar a su querida hija, Lucía, y a su esposa, Carmen. Pero al empujar la oxidada verja azul de su otrora amado hogar, la realidad que lo recibió fue una pesadilla para la que jamás se habría preparado.

El jardín, otrora rebosante de risas y vida, estaba invadido por maleza, y su niña estaba encorvada en un rincón, abandonada como basura. Carmen, vestida con un reluciente traje de novia, cogía de la mano a otro hombre, el rostro iluminado por una alegría que debía pertenecerles solo a ellos. La visión le destrozó el corazón en mil pedazos, cada uno gritando la traición que ardía en su pecho.

Al avanzar, el gentío reunido enmudeció, los ojos abiertos por el asombro. Las manos de Adrián, aún marcadas por la guerra, se cerraron en puños mientras intentaba comprender la escena ante él. La casa, que había sido su refugio, ahora se sentía como una prisión de recuerdos ineludibles.

Con cada paso hacia el porche, evocó las risas que alguna vez llenaron aquellas paredes, los cuentos antes de dormir, el calor de su familia. Pero ahora las ventanas estaban selladas, las cortinas corridas, como un muro entre la vida que recordaba y la realidad gélida que enfrentaba. Golpeó la puerta, pero nadie respondió. El silencio era ensordecedor, un recordatorio cruel de todo lo que había sacrificado.

Se volvió hacia la vecina, una joven llamada Paloma, que alquilaba la casa contigua. Sus ojos se llenaron de sorpresa y lástima al reconocerlo. «¿Adrián? ¿Eres tú?», preguntó, vacilante. «¿Dónde está Carmen?», exigió él, la voz ronca y grave. La expresión de Paloma cambió, mordiéndose el labio mientras miraba alrededor, como si temiera decir la verdad. «Se fue… hace como año y medio», confesó al fin. «Dejó a Lucía con su hermana, dijo que volvería, pero nadie la volvió a ver».

El corazón de Adrián se hundió. ¿Cómo pudo Carmen abandonar a su hija? Su mente se inundó de preguntas, cada una más dolorosa que la anterior. «¿Por qué se fue?», susurró, casi sin voz. Paloma negó con la cabeza, la mirada inquieta. «No lo sé. Unos decían que estaba deprimida, otros que tenía problemas. Pero nunca habló con nadie».

El viento frío barrió el jardín, arrastrando el aroma salino del mar cercano. Adrián sintió el peso de la desesperación, pero no podía dejarse vencer. Tenía que encontrar a Lucía. Ella lo necesitaba más que nunca.

Con la ayuda de Paloma, descubrió que la hermana de Carmen, Isabel, vivía cerca. Se dirigió rápidamente al viejo bloque de pisos, el corazón latiendo entre la esperanza y el temor. Al llegar a la puerta, llamó, pero la oscuridad en el interior era palpable. La empujó y entró en un mundo que parecía roto y ajeno.

Dentro, el piso era un caos: envoltorios de comida esparcidos por el suelo, latas de cerveza vacías sobre la mesa y un televisor encendido sin imagen. Al escrutar la estancia, le dolió imaginar a Lucía viviendo en semejante lugar. Entonces la vio: acurrucada bajo la mesa del comedor, abrazando un oso de peluche gastado, los ojos muy abiertos y ausentes.

«Lucía», llamó suavemente, arrodillándose. Ella no respondió al principio, solo lo miró con una mezcla de confusión y anhelo. «¿Papá?», susurró, apenas audible. «¿Has vuelto por mí?».

«Sí, mi vida, estoy aquí», respondió, la garganta apretada. Abrió los brazos y ella se arrastró hacia su abrazo, aferrándose a él como a un salvavidas. En ese instante, todo lo demás se desvaneció: el caos, la traición, el dolor. Solo quedaban ellos dos, reunidos tras dos largos años.

Pero al estrecharla contra sí, la cruda realidad los envolvió. El piso era oscuro y hostil, lejos del calor que tanto había añorado. «¿Has comido?», preguntó con dulzura, y ella negó. Sin dudar, la levantó en brazos, notando su delgado cuerpo más liviano de lo que recordaba.

La cocina estaba vacía, solo una caja de cereales volcada en el suelo. El corazón de Adrián se quebró. Herviría agua rápido y haría unos fideos instantáneos, intentando paliar lo insostenible. Al poner el plato frente a Lucía, la animó a comer. Dio un pequeño bocado, los ojos aún llenos de incertidumbre.

Entonces, la puerta se abrió de golpe. Una mujer desaliñada entró tambaleándose, con una bolsa de licor. «¿Qué coño pasa aquí?», espetó, la voz ronca y agria. Adrián se levantó, los instintos alerta. «Soy el padre de Lucía», dijo con firmeza.

La mujer, Isabel, se paralizó, el reconocimiento iluminando su rostro. «¿Adrián? Creí que estabas muerto o algo así», soltó una risa seca, como si todo careciera de importancia. «Carmen dejó a la niña y desapareció. Yo tengo mi propia vida, sabes». La ira brotó en Adrián al enfrentarla por el abandono de Lucía.

«No puedes ignorarla y fingir que todo está bien», dijo, la voz serena. Isabel se encogió de hombros, indiferente. «Llévatela. Me da igual. Pero no me arrastres a líos legales».

Adrián no necesitó que se lo repitieran. Recogió a Lucía en brazos y salió del piso, decidido a darle la vida que merecía. Mientras se alejaban en coche, ella se acurrucó contra él, los brazos estrechando su cuello. «Papá, ¿vamos a casa?», preguntó, la voz inocente y esperanzada.

«Sí, cariño. Vamos a casa», respondió, el corazón henchido de amor y tristeza. Pero al recorrer las calles, una inquietud lo embargó. Necesitaban un refugio seguro, un lugar donde Lucía pudiera sanar.

Recordó a viejos amigos, pero todos habían seguido adelante. Justo cuando creía estar perdido, un nombre vino a su mente: Javier Márquez, un expolicía y aliado confiable. Marcó su número y, con alivio, Javier respondió sin dudar.

«Necesito un sitio para pasar la noche. ¿Puedes ayudarme?», preguntó Adrián, la voz segura. «Claro. Tercera planta, la puerta está abierta», respondió Javier, aún soñoliento.

Adrián condujo hasta el viejo edificio, el aire cargado de humedad y años. Llevó a Lucía en brazos, su pequeño cuerpo apoyado en él mientras cruzaba el estrecho pasillo. Al acostarla en la cama, una paz lo invadió. Este era un nuevo comienzo.

Con los días, Adrián trabajó sin descanso para cuidar de Lucía. La matriculó en la escuela, donde ella empezó a abrirse, sus risas llenando su nuevo hogar. Pero el pasado aún los acechaba, y Adrián sabía que debía enfrentar a Carmen.

Con la ayuda de Javier, descubrió su nueva vida: una boda planeada con un tal Marcos Benítez. El corazón de Adrián latió con determinación. No permitiría que Lucía creyera que su madre la había abandonado sin más.

El día de la boda llegó. Adrián esperó frente a la iglesia con Lucía de la mano. El ambiente vibraba de tensión. Al comenzar la ceremonia, Adrián sintióY mientras el sol se ponía sobre el horizonte, Adrián y Lucía caminaban juntos hacia un futuro en el que, por fin, solo existirían el amor y la paz que tanto merecían.

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