De millonario a humilde: la búsqueda del amor verdadero para su hijo

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Vamos, Mateo, llegas tarde. Sebastián Montemayor corre por los pasillos de la mansión buscando ropa vieja. Mateo, de ocho años, aparece con una camiseta rota. “Papá, ¿funcionará de verdad?” “Claro que sí, hijo. Hoy descubriremos quién tiene buen corazón”. “Pero, ¿por qué no podemos ir con ropa normal?” “Porque cuando la gente nos ve bien vestidos, actúan distinto. Hoy veremos quién ayuda de corazón”.

Sebastián toma tierra del jardín y se mancha. Mateo ríe mientras su padre les revuelve el pelo a ambos. “Ahora sí, nadie nos reconocerá”. Toman el coche más sencillo del garaje y se dirigen a la Plaza Mayor. Sebastián elige un rinconcito en la acera cerca de la salida del metro.

“¿Recuerdas el plan? Tenemos hambre y no tenemos dónde dormir”. Las primeras personas pasan de largo. Una mujer con tacones altos mira hacia otro lado. Un hombre de traje les lanza una moneda sin detenerse. Pasa una hora. Mateo se desanima. “Papá, la gente es mala”. “No, hijo, solo van con prisa. Encontraremos a alguien especial”.

Otra hora más. Varios les lanzan monedas sin mirar; otros fingen no verlos. Cuando Mateo ya está triste, una mujer se detiene frente a ellos. Es joven, de unos veintipocos, con uniforme azul de limpieza y zapatillas gastadas. Su rostro está cansado, pero sus ojos son dulces.

“¿Tienen hambre?” Sebastián y Mateo se sorprenden. Es la primera persona que realmente se detiene a hablar. La mujer se agacha, sin importarle que su pantalón se ensucie. “Espérenme un momento”. Abre una bolsita desgastada y cuenta monedas y billetes arrugados.

“280 euros es todo lo que tengo para los próximos dos días”. Mira a Mateo con cariño. “Un niño no puede pasar hambre”. Mateo susurra al oído de su padre: “Es igual que mamá del cielo”. A Sebastián se le hace un nudo en la garganta. Esta mujer les acaba de dar todo su dinero. “Muchas gracias, señorita. ¿Cómo se llama?” “Esperanza. Esperanza Hernández. ¿Y ustedes?” “Yo soy Roberto y él es Mateo”.

Esperanza le sonríe al niño. “Hola, Mateo. ¿Cuántos años tienes?” “Ocho, tía Esperanza”. “Ay, qué niño tan educado”. Señala una panadería en la esquina. “Cómprenle algo de comer”. Se levanta y se ajusta la bolsa. “¿Y usted, señorita? ¿No va a comer?” Esperanza se encoge de hombros. “Yo me arreglo. Lo importante es que el niño no pase hambre. Debo volver al trabajo, si no mi jefa me mata. Pero a las seis paso por aquí por si necesitan algo más”.

Sebastián no lo puede creer. No solo les dio todo su dinero, sino que prometió regresar. “Muchísimas gracias, doña Esperanza. Usted es un ángel”. “Ay, no. Solo hice lo que cualquiera haría. Uno ayuda cuando puede, ¿no?” Esperanza entra al edificio comercial despidiéndose con la mano.

Sebastián lleva a Mateo. “Vamos, tenemos que cambiarnos rápido”. En el coche, se ponen ropa limpia. En cinco minutos, parecen otras personas. “Vamos a ver dónde trabaja. Quiero saber cómo es cuando no ayuda a mendigos”.

En recepción, Sebastián pregunta por la empresa de limpieza. “Tercer piso, pero están trabajando”. “Solo una pregunta rápida”. Arriba, encuentran a Esperanza hablando con un guardia serio. “Por favor, don Aurelio, no los eche. Era un padre con su hijo. Pobrecitos”.

“Esperanza, sabes que es orden de la administración. Los mendigos ahuyentan a los clientes”. “Lo sé, pero cuando salga, los ayudaré a encontrar dónde dormir. No los eche ahora. Si el administrador los ve, pierdo mi trabajo”. “Me hago responsable. Si alguien reclama, digo que yo le pedí que los dejara”.

Sebastián y Mateo escuchan escondidos tras una columna. “Les diste dinero, ¿verdad?” “Sí. Todo lo que tenía para comer estos días. Pero el niño tenía cara de no haber comido en mucho tiempo”. “Esperanza, eres demasiado buena. Casi no tienes para ti”. “Si uno no ayuda cuando puede, ¿quién lo hará?”

El guardia suspira. “Está bien. Los dejo hasta que salgas, pero si alguien reclama, yo me encargo”. “Gracias, don Aurelio. Usted tiene buen corazón”.

Esperanza vuelve al trabajo empujando un carrito. Sebastián la observa limpiando cada mesa con cuidado. Mateo tira de la manga de su padre. “Papá, ¿estás llorando?” Sebastián se seca los ojos. “Es que ya la encontramos, hijo. A la persona que buscábamos”.

A las seis en punto, Esperanza sale del ascensor, más cansada, con el uniforme sudado y los pies doloridos. Aun así, se detiene en recepción. “Don Aurelio, ¿siguen ahí afuera?” “Sí. El padre dijo gracias. Ya le compraron comida al niño”. “Qué bien. Pasaré por ahí antes de irme”.

Esperanza sale y busca a Sebastián y Mateo, pero no los encuentra. Sebastián toma una decisión. “Mateo, vamos a hablar con ella”.

Se acercan. Esperanza se voltea, sorprendida. “Híjole, qué cambio. Ya están limpios y con ropa bonita. ¿Se bañaron en algún lado?” “Sí. Un conocido nos dejó usar su ducha”, miente Sebastián, sintiéndose fatal. “Qué bien. ¿Ya le compraron comida a Mateo?” “Sí, comió bien”. Mateo mira confundido, pero se calla.

“Me alegro. ¿Y tienen dónde dormir esta noche?” “Todavía andamos perdidos. Soy de Zaragoza. Vine a buscar trabajo. Me llamo Roberto Silva. Soy vendedor, pero llevo meses sin empleo”.

Esperanza mueve la cabeza. “Está difícil. Más con un niño. ¿Tienen dónde quedarse?” “La verdad es que no. Pensábamos buscar un albergue”.

“Mira, no tengo mucho espacio, pero hay un sofá en mi sala. Si quieren, pueden quedarse esta noche. Mañana vemos”. Sebastián se queda sin palabras. Esta mujer les ofrece su casa a desconocidos. “¿Está segura? No queremos molestar”. “Uno ayuda cuando puede. Mateo es educado, no dará problemas”.

Mateo sonríe. “Tía Esperanza, eres muy buena”. “Ay, qué lindo. ¿Te gustan los dibujos, Mateo?” “Sí, sobre todo Spiderman”. “Qué chulo. Tengo televisión en casa. Puedes ver mientras les hago la cena”.

Sebastián recuerda la promesa que le hizo a su esposa en el hospital hace dos años. Paloma, pálida en la cama, le apretó la mano. “Sebastián, prométeme una cosa. Encuentra una madre de verdad para Mateo. No una que quiera nuestro dinero, sino una de corazón”. “Te lo prometo, amor”.

El recuerdo pasa rápido. Sebastián mira a Esperanza hablando con Mateo y siente que encontró lo que buscaba.

“Doña Esperanza, ¿segura que no molestamos?” “Segura. Y no me digas ‘señora’, tengo 26 años”. “Perdón, Esperanza. Así está mejor”.

“Vámonos. Mi casa está lejos. Tomaremos el autobús”. En el viaje, Sebastián ve a Esperanza saludar al conductor, ayudar a una anciana y calmar a un niño que llora.

La casa de Esperanza es pequeña, dos habitaciones en una vecindad, sencilla pero limpia y ordenada. “Perdonen lo pequeña, pero está limpia y tiene lo necesario”. “Está genial, Esperanza. Muchas gracias”.

“No es nada. Siéntense. Les haré la cena”. Sebastián observa la casa sin luj”Mamá, Esperanza”, dijo Mateo, abrazándola fuerte, y en ese momento, bajo la luz cálida de la cocina, Sebastián supo que su promesa había sido cumplida.

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