**Capítulo 1: El Silencio de los Corderos**
Hace diez años enterré mi vida como forajido. Cambié mis chaquetas de cuero, las guerras en la carretera y las noches en el calabozo por una llave inglesa, una hipoteca en las afueras de Madrid y el trabajo de ser padre soltero de la niña más dulce del mundo, Lucía. Prometí a su madre en su lecho de muerte que mantendría a nuestra hija lejos de la violencia. Prometí ser “Jacinto el ciudadano”, no “El Martillo”.
Mantuve esa promesa. Me puse camisas de cuello para las reuniones del colegio. Sonreí a los vecinos que miraban mis cicatrices con recelo. Me convertí en el tipo que arreglaba las cortacéspedes de todos los fines de semana sin cobrar. Era aburrido. Era seguro.
Hasta ayer.
Estaba en el garaje, el aire cargado de grasa y aceite quemado —mi santuario— cuando la verja chirrió. Eran las dos de la tarde de un martes. Lucía no salía del colegio hasta dentro de una hora. Mi reloj interno, afilado por años al límite, donde cada segundo era supervivencia, lanzó una alerta.
Cuando levanté la vista de la caja de cambios que reparaba, la llave se me escapó de las manos y cayó al suelo con un golpe seco.
Lucía estaba allí. Su vestido amarillo favorito —el que llevaba el día de la foto porque decía que la hacía sentir como el sol— estaba roto en el hombro, mostrando una quemadura violácea en la piel. Su pelo, siempre recogido con esmero, era un nido enmarañado, con chicle rosa pegado en las raíces.
Pero fue su cara lo que detuvo mi corazón y luego lo reinició con rabia pura, hirviendo. El labio estaba partido, hinchado al doble de su tamaño, y sus ojos… sus ojos estaban tan vacíos, tan faltos de luz, que parecían dos tumbas. No parecía mi niña. Parecía un soldado caído.
“¿Lucía?”—mi voz se quebró. Corrí hacia ella, limpiándome las manos en los vaqueros, arrodillándome a su altura. No me atrevía a tocarla, temiendo hacerle más daño. “Cariño, ¿qué pasó? ¿Quién hizo esto?”
No lloró. Eso fue lo peor. Solo temblaba, como un animal acorralado. Estaba en shock.
“Me… me arrastraron por el asfalto”—susurró, su voz apenas audible sobre el zumbido del frigorífico—. “Silvia y sus amigas. Querían mi cuaderno de dibujos. Dijeron que mis dibujos eran de bichos raros.”
Mi sangre se heló. Silvia. La hija del presidente de la AMPA. La “niña de oro” del instituto Valle del Sol.
“¿Dónde estaban los profesores?”—pregunté, apretando las manos hasta que los nudillos se volvieron blancos. Sentía la adrenalina antigua, el instinto de lucha despertando tras diez años de calma. “¿Dónde estaba el conserje? ¿Dónde estaba la señora García? Dijiste que hoy vigilaba el patio.”
Lucía bajó la vista a sus zapatos rotos, avergonzada, como si fuera culpa suya. “La señora García estaba ahí, papá. A tres metros.”
“¿Y?”—insistí, necesitando oírlo, necesitando entender la traición.
“Nos… nos miró”—una lágrima cortó el rastro de polvo y sangre en su mejilla—. “Grité su nombre. La vi mirando directo a mí. Luego miró su reloj, dio un sorbo al café y se dio la vuelta. Fingió no vernos. Fueron cinco minutos, papá. Cinco minutos arrastrándome del pelo. Papá… ella lo permitió.”
El silencio en el garaje era ensordecedor. No era calma. Era un vacío. En ese silencio, “Jacinto el ciudadano” murió.
Me levanté despacio. El aire se hizo espeso, cargado de electricidad. Mi visión se nubló. Ya no veía el garaje. Solo veía rojo.
“¿Papá?”—Lucía sonó asustada. No por las niñas, sino por la mirada en mis ojos. No conocía a este hombre. Solo al padre que hacía tortitas los domingos. No conocía a “El Martillo”.
“Entra en casa, cariño” —dije, mi voz bajó una octava, convirtiéndose en un rugido que no usaba desde hacía una década—. “Lávate la cara. Ponte hielo en el labio. No abras la puerta a nadie.”
“¿Adónde vas?”
Caminé hasta el baúl polvoriento en la esquina —el que no abría desde que Lucía tenía cinco años—. El candado cedió con un chasquido al girar la llave escondida en un perno hueco del banco de trabajo.
Dentro olía a cuero, tabaco rancio y recuerdos. Saqué la chaqueta de cuero negra. El parche de los “Demonios de Acero” en la espalda estaba descolorido, pero aún intimidante. *Presidente. Retirado*.
“Voy al colegio, Lucía”—dije, poniéndomela. Apretaba en los hombros, pero encajaba. Era como ponerse una armadura—. “Y no voy solo.”
**Capítulo 2: El Trueno Rodante**
Saqué el móvil. Mi pulgar se cernió sobre un número que no marcaba desde años. Guardado simplemente como “Miguelón”. Sargento de armas de los Demonios de Acero.
Mi corazón golpeaba las costillas, no por miedo, sino por una oscura anticipación. Había probado la vía correcta. Había enviado correos sobre el acoso. Había llamado al director. Me dieron folletos sobre “resolución de conflictos”. Dijeron que “son cosas de niños”.
Hoy aprenderían que las acciones tienen consecuencias.
Sonó dos veces.
“¿Jacinto?”—La voz al otro lado era áspera, como grava en una batidora. De fondo, se oía una partida de billar y rock clásico—. “¿Va todo bien? No llamas a esta línea a menos que el cielo se esté cayendo.”
“No, Miguelón. No va todo bien”—agarré el casco negro mate—. “Necesito a los chicos. A todos.”
“¿Es el cartel?”—preguntó al instante, cambiando de tono, alerta.
“Peor”—esputé—. “Es el consejo escolar. Lucía llegó a casa magullada. Una profesora lo vio y no hizo nada. Creen que, por ser un padre soltero en las afueras, soy débil. Creen que estoy solo.”
Hubo un silencio en la línea. Los Demonios eran forajidos, criminales para algunos, pero teníamos un código. Mujeres y niños, intocables. ¿Y la familia? Sagrada. Lucía era la ahijada de medio club.
“¿Dónde y cuándo?”—preguntó. Sin preguntar por qué. Sin dudar.
“Instituto Valle del Sol. En media hora. Voy a hacerle una visita al director.”
“¿Cuál es el plan?”
“Intimidación”—dije, las palabras sabiendo a cobre en la boca—. “No tocaremos a los niños. Pero quiero que ese colegio sienta temblar el suelo. Quiero que esa profesora se orine al mirar por la ventana. Vamos a enseñarles qué pasa cuando miras para otro lado.”
“Salimos en diez”—dijo Miguelón—. “Llamaré a los de Barcelona. Están de paso. No tendrás un grupo, Jacinto. Tendrás un ejército.”
Colgué. Me miré en el cromo de la moto. El hombre que me devolvía la mirada no era el vecino amable. Era un monstruo que amaba demasiado a su hija como para seguir las reglas.
Arranqué la Harley Softail Deluxe. El motor rugió como un trueno, sacudiLucía, con su nueva chaqueta de cuero y la cabeza alta, cruzó las puertas del colegio sabiendo que jamás volverían a tocar a la hija de El Martillo.