El millonario dejó embarazada a su criada y la abandonó, convencido de que no merecía compartir su apellido. Diez años después, cuando se reencontraron, solo pudo mirarla con un nudo de arrepentimiento en la garganta.
Alejandro de la Vega siempre había creído que los errores podían enterrarse bajo el peso del dinero, los kilómetros y los años. Hasta aquel día, cuando entró en el imponente vestíbulo de cristal de la nueva sede corporativa en el corazón de Madrid y se encontró con la última mujer que jamás esperaba volver a ver. Allí, erguida y segura, dirigiendo con precisión a un equipo de ejecutivos, estaba Lucía Mendoza. La misma chica que había trabajado en su casa, de la que se había enamorado… y a la que había dejado plantada cuando le confesó que esperaban un hijo.
Hace una década, Alejandro era un heredero de treinta años, rodeado de lujos y privilegios. Lucía, entonces de veintidós, trabajaba en su residencia: callada, humilde, incansable. Nunca imaginó que un hombre como él fijaría sus ojos en ella, pero él lo hizo. Compartieron noches de conversaciones en la cocina, risas robadas en el jardín y un beso que lo cambió todo. Pero cuando Lucía le confesó su embarazo, el mundo de Alejandro se desmoronó. Su padre, el patriarca del imperio De la Vega, le advirtió con frialdad: *«Una sirvienta no es digna de llevar nuestro nombre»*. Ante el miedo de perder su fortuna y su posición, Alejandro tomó la decisión más ruin de su vida: negó todo y la borró de su existencia.
Lucía se marchó sin pedir nada. Desapareció al amanecer, y él se convenció de que era lo mejor. Enterró el recuerdo en lo más profundo de su memoria, hasta que la vida los volvió a cruzar.
Y ahí estaba ella. Ya no era la muchacha tímida con ropa de segunda mano. Llevaba un traje azul marino impecable, una placa con su nombre y una elegancia serena que hacía que todos guardaran silencio cuando hablaba. A Alejandro se le heló la sangre al leer el logotipo tras ella: *Mendoza Tech*.
El golpe fue brutal: la chica a la que había dejado atrás ahora era la directora de la empresa que su familia ansiaba comprar.
Lucía lo vio. Durante un instante, sus ojos brillaron de sorpresa, pero enseguida se endurecieron, inescrutables. De pronto, Alejandro se sintió pequeño, más insignificante que nunca.
Había ido a negociar un contrato millonario.
En cambio, enfrentaba el peso de una traición de diez años.
Siguió a Lucía hasta la sala de reuniones, con el corazón martilleándole en el pecho. Los empleados observaban en silencio, intrigados: ¿por qué su directora, siempre tan imperturbable, parecía tensa?
Lucía se sentó al frente, erguida, profesional, distante. *«Señor De la Vega»*, comenzó, sin usar su nombre de pila, *«hagámoslo rápido. Tengo otra reunión en media hora»*.
Su tono cortante le quemó más que un grito.
Alejandro asintió, forzado. *«Claro. Gracias por atenderme. Mendoza Tech lidera el desarrollo de IA para hospitales, y mi compañía cree que—»*
*«Te refieres a la empresa de tu padre»*, lo interrumpió.
Un silencio pesado cayó entre ellos.
Lucía no apartó la mirada. *«Seamos claros, Alejandro. No estás aquí por nuestro proyecto. Estás aquí porque De la Vega Corp está perdiendo terreno»*.
Él tragó saliva. Tenía razón.
Pero los negocios ya no importaban. Alejandro escudriñaba su rostro, buscando algún rastro de la mujer que había amado. En su lugar, encontró a alguien más fuerte, alguien que no le debía nada.
*«No sabía que habías fundado tu propia empresa»*, murmuró.
*«No sabías nada»*, respondió ella. *«Nunca te preocupaste por preguntar»*.
Las palabras le atravesaron como un cuchillo.
Contuvo el aliento. *«Lucía… necesito decirte algo. Hace diez años era un cobarde. Tomé decisiones por miedo»*.
Sus ojos se suavizaron, pero solo con una decepción profunda. *«El miedo no justifica abandonar a una mujer embarazada»*.
La pregunta que llevaba años atormentándolo brotó sin control: *«¿Te quedaste con el bebé?»*
Lucía se reclinó en la silla, lenta, calculadora. *«Sí, Alejandro. Me quedé con nuestro hijo. Se llama Daniel»*.
El mundo se detuvo.
Un niño. Su hijo, creciendo sin él por su culpa. La culpa le apretó el pecho como una garra.
*«¿Está… está bien?»*, susurró.
Ella asintió, voz firme pero fría. *«Es brillante. Amable. Todo lo que tú no supiste ser»*.
Se lo merecía.
*«Lucía, por favor»*, suplicó él, con la voz quebrada. *«Déjame verlo. Déjame intentar enmendar lo que hice»*.
Lucía lo estudió largo rato, midiendo diez años de dolor y lucha.
Finalmente, habló con una calma que lo destrozó:
*«Lo pensaré. Pero si acepto, será en mis términos. No en los tuyos»*.
Tres días después, Lucía accedió a reunirse en un parque cercano a su casa. Alejandro, por primera vez en años, temblaba. No por el dinero, no por el poder, sino por el instante en que vería al niño al que había abandonado antes de nacer.
Lucía llegó con un niño de nueve años: piel morena, pelo castaño, ojos curiosos y una chispa de inteligencia que le rompió el alma. Daniel llevaba un pequeño robot en las manos, absorto.
*«Daniel»*, dijo Lucía con suavidad, *«este es el señor De la Vega. Trabaja con tecnología, como a ti te gusta»*.
El niño levantó la mirada. *«Hola, señor»*.
Su educación formal lo desarmó. *«Hola, Daniel. Es… un honor conocerte»*.
Se sentaron en un banco mientras Lucía observaba desde unos metros. Daniel hablaba con entusiasmo de sus proyectos, de la escuela, de cómo quería crear máquinas para ayudar a otros niños. Cada palabra sumía a Alejandro más hondo en el remordimiento. Era su hijo, y había perdido cada instante de su vida.
En un momento, Daniel preguntó con inocencia: *«Mamá dice que tú la conocías. ¿Es verdad?»*.
Alejandro miró a Lucía, quien asintió levemente.
*«Sí»*, confesó con voz ronca. *«Hace mucho tiempo. Y cometí errores que la lastimaron. Ahora quiero ser mejor»*.
Daniel lo escuchó con una madurez que no correspondía a su edad. *«Mamá dice que la gente puede cambiar. Pero tiene que demostrarlo»*.
Las lágrimas le ardieron en los ojos.
Una hora después, Lucía se acercó. Vio las manos temblorosas de Alejandro, la culpa en su rostro, la curiosidad cautelosa de Daniel hacia él. Respiró hondo. Diez años no borraban el dolor, pero verlos juntos despertó algo que creía perdido: una esperanza frágil.
*«¿Y ahora qué?»*, preguntó él.
Lucía lo miró. *«¿Quieres estar en la vida de Daniel?»*
*«Con todo lo que soy»*, respondió sin dudar.
*«Pues demuéstralo»*, dijo ella. *«Responsabilidad. Constancia. No más huidas»*.
Él asintió. *«No volveré a fallarles»*.
Por primera vez, Lucía le creyó. No del todo, pero lo suficiente.
Daniel sonrió a ambos. *«¿Podemos ir a tomar un helado?»*
Lucía dudó. LY mientras caminaban hacia la heladería, bajo el cálido sol de la tarde, Alejandro sintió que, por primera vez en una década, su corazón volvía a latir con esperanza.