Tras quince años lejos, dirigiendo mi negocio en el extranjero, regresé a Madrid y descubrí a mi hija viviendo como una sirvienta en la mansión de 3 millones de euros que le dejé. Parecía exhausta, envejecida, y apenas me reconoció. Llamé a mi abogado con cuatro palabras. Y lo que siguió dejó a todos helados…
Había pasado una década y media en el Reino Unido expandiendo mi empresa de logística. Por fin volví a casa, con la ilusión de sorprender a mi hija, Lucía. Solo tenía diez años cuando me fui. Curiosa, inteligente, llena de vida. Antes de marcharme, compré una mansión valorada en tres millones de euros a su nombre, para que ella y mi hermana Marta vivieran con comodidad mientras yo impulsaba el negocio fuera. Enviaba dinero cada mes sin falta. Confiaba en mi familia.
Al llegar, todo parecía normal. El jardín impecable, el porcelánico del recibidor reluciente, los cristales limpios. Pero al cruzar la puerta, algo me heló la sangre. Una chica con un uniforme gris y desgastado fregaba el suelo de mármol de rodillas. Los hombros caídos, el pelo recogido sin cuidado, los dedos temblorosos por el cansancio. Iba a pasar de largo hasta que alzó la vista.
Era mi hija.
Lucía parecía haber envejecido veinte años. Ojeras profundas, mejillas hundidas, pequeños moretones apenas disimulados en los brazos. Se quedó paralizada, como si no supiera si hablar o disculparse.
—Lucía… —susurré.
Ella me miró fijamente, como si dudara de su propia vista.
—Papá… ¿eres tú?
Antes de que pudiera preguntar qué ocurría, Marta apareció en pijama de seda, con una copa de vino en la mano. Su expresión molesta se transformó en una sonrisa falsa al verme.
—Qué pronto has llegado —dijo—. Lucía aún tiene tareas pendientes. Pero podemos hablar de todo más tarde.
—Tareas —repetí con voz fría—. En su propia casa.
La sonrisa de Marta se quebró.
—Hay muchas cosas que no sabes. Ella…
No la dejé terminar. Saqué el teléfono, marqué a mi abogado y pronuncié las cuatro palabras que helaron el ambiente:
—Inicia la auditoría completa.
El rostro de Marta se descompuso. Lucía retrocedió, confundida y asustada. Lo que desencadenó esa llamada dejó a todos estupefactos, revelando una verdad que nadie esperaba.
Todo se desmoronó en ese instante.
Marta intentó protestar, pero mi mente ya estaba clara. Hay momentos en la vida donde la verdad estalla como una presa rota. No eliges la inundación. Solo te quedas en su camino.
Tardó horas en llegar mi abogado, Álvaro Méndez, desde el centro de Madrid. Traía una carpeta repleta de documentos. Extractos bancarios, transferencias, registros de propiedad. Lo había revisado todo.
Mientras esperábamos, Lucía, con voz temblorosa al principio pero cada vez más firme, empezó a hablar.
—Cuando cumplí quince —dijo—, tía Marta me contó que habías puesto la casa a mi nombre solo por culpa. Que era irresponsable que alguien de mi edad la administrara. Que ella se encargaría de todo.
Marta interrumpió con un grito.
—¡Eso no es cierto! Estás tergiversando las cosas.
La ignoré.
—¿Viste alguna vez la cuenta donde depositaba tu asignación? —pregunté a Lucía.
Ella negó con la cabeza.
—Me dijo que habías dejado de mandar suficiente dinero. Que los gastos aumentaban. Le creí. Pensé que quizá tu empresa lo necesitaba.
Algo se quebró dentro de mí.
—Nunca reduje ni un solo pago —dije.
Marta apartó la mirada. Cuando Álvaro por fin llegó, dejó la carpeta sobre la mesa.
—Tenemos un problema —anunció—. Y es grave.