EL HOMBRE AL QUE NADIE SE ACERCABA
Adrián Montero era el tipo de hombre que la gente evitaba sin pensarlo. Si lo veían acercarse, cruzaban la calle.
Frío. Distante. Siempre con un traje impecable y una expresión impenetrable.
Su mansión era enorme, llena de empleados moviéndose en silencio de una habitación a otra. Y, al mismo tiempo, estaba completamente vacía.
Nadie se sentaba con él a la mesa.
Nadie lo esperaba por las noches.
Nadie se atrevía a preguntarle si estaba bien.
Hasta que, un sábado por la mañana, una niña de seis años hizo lo que nadie más había tenido el valor de hacer.
“¿PUEDO TOMAR CAFÉ CONTIGO?”
Adrián estaba sentado al extremo de una mesa enorme, revisando su teléfono. Sobre el mantel había pan, fruta, zumos y un pastel de zanahoria que casi nunca probaba.
Entonces, una vocecilla rompió el silencio.
—¿Puedo tomar café contigo?
Alzó la mirada, irritado al principio.
Ahí estaba ella: pequeña, con el pelo rubio revuelto, una mochila rosa colgando de un hombro y unos ojos azules llenos de curiosidad mientras se apoyaba en la silla junto a la suya.
—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó, con tono glacial.
—Por la puerta de la cocina —respondió la niña, como si fuera lo más normal—. Mi madre trabaja aquí. Fue a buscar unas pastillas para ti, pero yo tenía hambre… y vi el pastel. Y estás solo. Nadie debería tomar café solo.
Adrián no contestó. No por estar enfadado, sino porque algo que llevaba años congelado en su interior se movió. Era como si alguien hubiera encontrado una puerta en su pecho y llamado.
—¿Sabe tu madre que estás aquí? —insistió.
Ella mordió su labio.
—Me dijo que esperara en la despensa… pero vi el pastel y… —sus ojos se posaron en la mesa—. Solo un poquito y me voy, lo prometo.
Su mirada se fijó en la silla vacía a su lado. Nadie se había sentado allí en tres años.
No desde el accidente.
No desde que su esposa y su hija de cuatro años, Lucía, murieron.
No desde que convirtió su casa en un mausoleo.
No supo por qué lo dijo, pero lo hizo.
—Siéntate.
Los ojos de la niña se iluminaron.
—¿De verdad?
Antes de que pudiera arrepentirse, ella ya estaba trepando a la silla, dejando caer su mochila al suelo. Sus pies no alcanzaban el suelo y se balanceaban en el aire.
—Guau… —murmuró, observando toda la comida—. ¿Siempre es así?
—Siempre.
—¿Y todo esto es solo para ti?
—Sí.
Cogió un trozo de pastel con la mano, sin pedir permiso, y le dio un gran mordisco, cerrando los ojos de placer.
—Está buenísimo… —masculló con la boca llena—. Mi madre hace pasteles, pero no le salen tan esponjosos. No tenemos batidora.
Adrián se dio cuenta de que solo la observaba: cómo comía, cómo hablaba, cómo lo miraba sin miedo ni reverencia.
Como si no fuera el multimillonario que todos temían…
Solo un hombre tomando café.
“ENTONCES, TÚ TAMBIÉN ESTÁS SOLO”
Tras un momento, hizo la pregunta que llevaba en la lengua.
—¿Cómo te llamas?
—Claudia. ¿Y tú?
—Adrián.
—¿Tienes hijos? —preguntó, con la franqueza de los niños.
Su pecho se apretó. Imágenes pasaron: el coche, la lluvia, la llamada, la silla vacía en la parte trasera… la cuna que nadie volvió a usar.
—No —mintió, con la voz más áspera de lo que pretendía—. No tengo hijos.
Claudia lo miró con una seriedad impropia de su edad.
—Entonces tú también estás solo… como mi madre y yo.
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de golpe.
—¡Claudia!
Silvia, la empleada que llevaba tres años trabajando allí, entró pálida.
—Señor Montero, lo… lo siento mucho, ella…
Se paralizó al ver la escena: su hija sentada a la mesa, comiendo pastel… y su jefe sentado tranquilamente a su lado, sin gritar, sin echarla.
—Tu hija me preguntó si podía tomar café conmigo —dijo Adrián, sorprendiéndose a sí mismo—, y le dije que sí.
Silvia palideció aún más.
—Le juro que no fue a propósito, señor. Se escapó de la despensa, yo…
—Tenía hambre —lo interrumpió, poniéndose de pie—. Y tiene seis años. No soy un monstruo.
Pero, en el fondo, sabía que durante mucho tiempo, había actuado como uno.
Se volvió hacia la niña.
—Termina tu pastel, Claudia. Y la próxima vez, dile a tu madre que entre por la puerta principal.
—¿Así puedo volver? —preguntó, con esperanza en los ojos.
La sostuvo la mirada. Algo se quebró dentro de él.
—Puedes.
Salió rápido, antes de que alguien viera la emoción que amenazaba con aflorar en su rostro.
Ninguno de los dos sabía que aquel café no era solo un momento de cortesía, sino la primera onda de una historia que removería heridas antiguas, encendería una guerra en una poderosa familia… y les daría a los tres una segunda oportunidad para ser felices.
EL SOBRE EN LA ENCIMERA
Al sábado siguiente, a las siete en punto, Adrián se sorprendió mirando la silla a su lado.
—¿Tu hija no viene hoy? —preguntó a Silvia, intentando sonar indiferente.
—Está en el colegio, señor. Empieza a las siete y media.
Una sombra de decepción cruzó su rostro. Fue tan fugaz que casi nadie la habría notado. Pero Silvia sí.
Más tarde, mientras limpiaba la plata, escuchó sollozos tras la puerta del despacho.
Era él.
El hombre que nunca mostraba nada, que siempre mantenía el control, lloraba en silencio, convencido de que estaba solo.
Fue entonces cuando Silvia entendió que su hija había tocado una herida que seguía sangrando.
Esa noche, al irse, encontró un sobre blanco en la encimera con su nombre escrito con letra firme.
Dentro había dinero—mucho más que su salario mensual—. Y una nota breve:
“Para la batidora y lo que necesites.
A.M.”
Claudia había mencionado la batidora en la mesa.
Él había escuchado.
Él se había preocupado.
“TE HE DIBUJADO FELIZ”
El sábado siguiente, Claudia llegó con su mejor vestido—uno amarillo desgastado que Silvia había cosido a mano—. Llevaba un dibujo cuidadosamente doblado.
Esta vez, Adrián ya estaba esperando en el comedor. Había pedido tortitas, fruta cortada en forma de estrella y chocolate caliente con nubes.
—¡Buenos días! —entonó—. Te he traído un dibujo.
Lo tomó con cuidado. Figuras de palitos, flores, un gran sol y una figura sonriente en el centro.
—¿Este soy yo? —preguntó, con voz extrañamente ronca.
—Sí. Te he dibujado feliz, porque mereces ser feliz.
Sus palabras atravesaron su armadura.
Silvia observó desde la puerta cómo el hombre frío y distante comenzó a quebrarse.
—Gracias —susurró—. NadieY al final, entre risas y lágrimas, el hombre al que nadie se acercaba encontró su hogar en los brazos de quienes supieron ver más allá de su armadura.