**Martes, 14 de noviembre**
La sangre resbalaba por la frente de Lucía Mendoza mientras se arrastraba por el suelo de mármol, apretándose las costillas con fuerza. El hombre que debía amarla —su marido, Alejandro— se alzaba sobre ella, blandiendo un bate de béisbol teñido de rojo.
—No vales nada —escupió él con voz fría—. Valeria merece más de lo que tú podrías darle jamás.
Valeria, su amante, la mujer que le había susurrado que Lucía era un lastre.
Esa noche, Alejandro cruzó el límite. Lucía se negó a firmar la escritura de la casa, y en un arrebato de ira, él descargó el bate sin titubear. Los vecinos oyeron los gritos, pero nadie se atrevió a actuar —Alejandro era temido en el pueblo, un hombre con influencia—. Cuando terminó, Lucía yacía inconsciente, su cuerpo magullado, su alma hecha añicos.
Pero Alejandro cometió un error fatal: olvidó quién era Lucía Mendoza. Olvidó que sus tres hermanos —Hugo, Javier y Adrián Mendoza— no eran simples hermanos sobreprotectores. Eran los dueños de tres de las empresas más poderosas de España.
Cuando Hugo recibió la llamada del hospital, su voz se convirtió en hielo.
—¿Quién ha hecho esto a mi hermana? —preguntó a la enfermera.
En el instante en que ella murmuró el nombre, no hubo más palabras.
En horas, tres jets privados despegaron de Madrid, Barcelona y Valencia, todos con un mismo destino: el pequeño pueblo donde Alejandro creía ser intocable.
**Lección aprendida:** Nunca subestimes a una mujer con hermanos que llevan el peso de su apellido. La venganza, cuando llega, no tiene prisa, pero tampoco perdón.