**Capítulo 1: El Barco que se Hunde**
El extractor de aire del Café Don Luis crujía como un motor a punto de apagarse, escupiendo un aire tibio que no lograba combatir el frío madrileño que se colaba por la puerta. Yo estaba tras la barra, las manos rojas y agrietadas del agua con lejía, mirando aquel montón de sobres rojos junto a la caja registradora.
*Último aviso. Vencido. Urgente.*
—Deja de mirarlos, Lucía. No se pagan solos.
Me sobresalté al oír a Carmen empujar las puertas de la cocina. No llevaba delantal, como siempre. En su lugar, llevaba un vestido ajustado de estampado animal y un abrigo de piel sintética que parecía ridículo a las dos de la tarde un martes. Su perfume, algo pesado y floral, ahogaba el aroma del bacon friendo en la plancha.
—Solo estaba ordenando el correo —dije en voz baja, apartando un mechón de pelo rebelde—. El proveedor llamó otra vez. No habrá más entregas hasta que paguemos lo que debemos por los huevos y la leche.
Carmen puso los ojos en blanco, revisando su reflejo en el dispensador de servilletas. —No importa, Lucía. Nada de esto importa a partir de mañana.
Sentí un nudo helado apretarse en el estómago. —¿Qué pasa mañana?
—El promotor —dijo, aplicándose otra capa de pintalabios—. La firma de Don Velasco. Enviarán a un representante. Vendo el local.
—No puedes —susurré, las palabras rasgándome la garganta—. Papá te hizo prometerlo. En su lecho de muerte, Carmen. Te hizo jurar que guardarías el café para mí hasta que cumpliera veintiuno.
Carmen cerró de golpe su compacto. Los pocos clientes del local —mayormente habituales como Don Álvaro en la esquina— alzaron la vista de sus cafés.
—Tu padre vivía en un mundo de fantasía —bufó, inclinándose sobre la barra para que solo yo oliéramos el vino rancio en su aliento—. Me dejó una montaña de facturas médicas y un negocio que apenas da para vivir. Soy la tutora legal. Soy la ejecutora. Y estoy harta de quitarme la grasa de las uñas.
Golpeó la barra con una uña perfectamente pintada. —Firmamos los papeles mañana. Nos llevamos el dinero. Yo me voy a Marbella. Tú… Tú eres joven. Ya te las apañarás.
Agarre el borde de la barra para evitar que me temblaran las manos. Este sitio lo era todo. Era la mesa donde hacía los deberes mientras papá cocinaba. Era la radio donde bailábamos a Sabina cuando no había nadie. Era el único lugar donde aún sentía que él estaba vivo.
—No firmaré —dije, con la voz temblorosa pero firme—. Mi nombre está en la escritura también, Carmen. Papá lo puso en el fideicomiso. Necesitas mi firma.
Los ojos de Carmen se estrecharon hasta ser líneas. —No me pruebes, chiquilla. ¿Crees que tienes poder? No tienes nada. Solo eres una camarera de diecinueve años con tres euros en su cuenta.
Antes de que pudiera replicar, la campana de la puerta sonó violentamente. Una ráfaga de viento, cargada de copos de nieve y olor a escape, entró en el local.
Todos se giraron.
En el umbral había una figura que parecía una tragedia. Un hombre mayor, encorvado, temblando tanto que sus huesos parecían chocar entre sí. Llevaba un abrigo sujeto con cinta gris y botas abiertas por la punta, dejando ver calcetines de lana empapados. Su barba estaba enmarañada de hielo, y su rostro, gris de agotamiento.
El silencio en el café era denso.
—Genial —refunfuñó Carmen, levantando las manos—. Justo lo que necesitamos para impresionar a los compradores. Un mendigo. Échalo, Lucía.
Miré al hombre. No parecía agresivo. Parecía aterrado. Miró las mesas calientes con una añoranza que me partió el corazón.
—Se está congelando, Carmen —dije.
—Me da igual si es una estatua de hielo —espetó—. Esto no es un albergue. Solo clientes que paguen. Fuera con él.
Miré de nuevo al hombre. Dio un paso inseguro hacia adelante, y sus piernas flaquearon. Se sostuvo en el marco de la puerta, respirando con dificultad.
Tomé una decisión.
—No —dije.
Carmen se quedó helada. —¿Perdona?
—He dicho que no. —Salí de detrás de la barra, ignorando su shock. Me dirigí directamente al anciano—. Señor, pase. Por favor.
**Capítulo 2: El Precio de la Bondad**
El anciano me miró con unos ojos azules y llorosos, demasiado brillantes para alguien tan derrotado.
—No… no tengo dinero, señorita —susurró con voz ronca. Su tono era culto, sorprendentemente claro, aunque débil—. Solo necesito… un momento fuera del viento.
—Tendrá más que eso —dije suavemente, tomando su brazo helado. Noté lo delgado que estaba bajo los harapos—. Siéntese en la mesa del fondo. Está cerca del radiador.
Lo guié entre los otros clientes. Don Álvaro me dio un gesto de aprobación, pero la mayoría apartó la mirada, incómodos ante la pobreza en su almuerzo.
—¡Lucía! —la voz de Carmen era un chillido ahora. Avanzó hacia nosotros, sus tacones repiqueteando agresivamente sobre el suelo ajedrezado—. ¿Estás sorda? ¡Te dije que sacaras a esta escoria de mi local!
—Es mi turno, Carmen —dije, con una voz más firme de lo que creía posible—. Estoy atendiendo a un cliente.
—¡No es un cliente! ¡Es un vagabundo! —Se volvió al anciano, rizando el labio con asco—. ¡Oiga! ¡Largo antes de que llame a la policía! Huele a cloaca.
El anciano no se inmutó ante los insultos. Solo la miró, estudiando su rostro con una intensidad extraña. —Solo tengo hambre, señora. ¿Es mucho pedir un plato de sopa?
—¡Sí, lo es! —gritó Carmen.
—Yo lo pago —corté. Me dirigí al hombre—. No le haga caso. Vuelvo enseguida.
Corrí a la cocina, el corazón golpeándome las costillas. Tomé un plato limpio y serví una gran porción de la famosa sopa de pescado de papá —espesa, cremosa y humeante—. Cogí una cesta de pan recién hecho y una taza de café solo.
Cuando regresé, la tensión en el aire era palpable. Carmen estaba de pie junto a la mesa, brazos cruzados, golpeando el suelo con el pie. El anciano miraba al frente, digno a pesar del abuso verbal.
—Tome. Coma. Despacio.
El hombre alzó la vista hacia mí. Por un segundo, la máscara del mendigo exhausto desapareció. Había un destello de algo agudo —inteligencia, poder, juicio— en sus ojos.
—Tienes un alma bondadosa, Lucía —dijo suavemente—. Tu padre te crió bien.
Me quedé petrificada. —¿Cómo sabe lo de mi padre?
—¡Lucía! —Carmen se abalanzó. Cogió el plato de sopa antes de que el hombre pudiera probarla—. ¡Eso es mi stock! ¡Me estás robando!
—¡Suéltalo, Carmen! —grité, agarrando su muñeca—. ¡Son cinco euros! ¡Quítalo de mis propinas!
—¡Te lo quitaré deEl anciano se levantó lentamente mientras Carmen, derrotada por su propia avaricia, comprendió demasiado tarde que la verdadera riqueza nunca se mide en euros, sino en la generosidad del corazón.