Durante la cena, mi hija me pasó una nota en secreto: ‘Finge que estás enfermo y vete’. Algo en su mirada me hizo obedecer. Diez minutos después, entendí todo.

6 min de leitura

Cuando abrí ese pequeño trozo de papel arrugado, jamás imaginé que aquellas cinco palabras garabateadas con la letra familiar de mi hija lo cambiarían todo. *Finge estar enferma y vete.* La miré desconcertada, y ella solo sacudió la cabeza con frenesí, sus ojos suplicándome que le creyera. Solo más tarde descubrí el motivo.

La mañana había comenzado como cualquier otra en nuestra casa en las afueras de Madrid. Habían pasado poco más de dos años desde que me casé con Ricardo, un empresario exitoso que conocí tras mi divorcio. Nuestra vida parecía perfecta ante los ojos de todos: una casa confortable, dinero en el banco y mi hija, Lucía, por fin tenía la estabilidad que tanto necesitaba. Lucía siempre fue una niña observadora, demasiado callada para sus catorce años. Absorbía todo lo que la rodeaba como una esponja. Al principio, su relación con Ricardo fue complicada, como era de esperar en una adolescente con un padrastro, pero con el tiempo parecían haber encontrado un equilibrio. O al menos eso creía yo.

Ese sábado por la mañana, Ricardo había invitado a sus socios a un almuerzo en casa. Era un evento importante. Iban a discutir la expansión de la empresa, y él estaba especialmente nervioso por impresionarlos. Pasé toda la semana preparando cada detalle, desde el menú hasta la decoración.

Estaba en la cocina terminando la ensalada cuando apareció Lucía. Su rostro estaba pálido, y había algo en sus ojos que no supe identificar de inmediato. Tensión. Miedo.

—Mamá —murmuró, acercándose como quien no quiere llamar la atención—. Necesito enseñarte algo en mi habitación.

Ricardo entró en la cocina en ese instante, ajustando su corbata de seda italiana. Siempre vestía impecable, incluso para eventos informales.

—¿De qué estáis cuchicheando? —preguntó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

—Nada importante —respondí automáticamente—. Lucía solo me pide ayuda con algo del instituto.

—Bueno, que sea rápido —dijo, mirando su reloj—. Los invitados llegarán en media hora y necesito que estés conmigo para recibirlos.

Asentí y seguí a mi hija por el pasillo. En cuanto entramos en su habitación, cerró la puerta con rapidez, casi de un golpe.

—¿Qué pasa, cariño? Me estás asustando.

Lucía no respondió. En su lugar, cogió un trozo de papel de su escritorio y me lo dio, lanzando miradas nerviosas a la puerta. Lo desdoblé y leí las palabras apresuradas: *Finge estar enferma y vete. Ahora.*

—Lucía, ¿qué clase de broma es esta? —pregunté, confundida y algo molesta—. No tenemos tiempo para juegos. No con invitados a punto de llegar.

—No es una broma —susurró—. Por favor, mamá, confía en mí. Tienes que salir de esta casa ahora. Inventa cualquier excusa. Di que te sientes mal, pero vete.

La desesperación en sus ojos me paralizó. En todos mis años como madre, nunca la había visto tan seria, tan asustada.

—Lucía, me estás alarmando. ¿Qué está pasando?

Miró hacia la puerta otra vez, como si temiera que alguien escuchara.

—No puedo explicártelo ahora. Prometo que te lo contaré todo después. Pero ahora mismo tienes que confiar en mí. Por favor.

Antes de que pudiera insistir, oímos pasos en el pasillo. El pomo giró, y Ricardo apareció, su rostro ahora visiblemente irritado.

—¿Qué os estáis entreteniendo tanto? El primer invitado acaba de llegar.

Miré a mi hija, cuyos ojos me suplicaban en silencio. Entonces, por un impulso que no pude explicar, decidí confiar en ella.

—Lo siento, Ricardo —dije, llevándome la mano a la frente—. De repente me siento mareada. Creo que me está dando migraña.

Ricardo frunció el ceño, sus ojos entrecerrándose levemente.

—¿Ahora mismo, Elena? Hace cinco minutos estabas perfectamente.

—Lo sé. Me ha venido de golpe —expliqué, intentando parecer genuinamente mal—. Podéis empezar sin mí. Voy a tomar una pastilla y a tumbarme un rato.

Por un instante tenso, pensé que iba a discutir, pero entonces sonó el timbre y pareció decidir que atender a los invitados era más importante.

—Bueno, pero intenta unirte a nosotros cuanto antes —dijo antes de salir.

En cuanto estuvimos solas, Lucía me cogió las manos.

—No vas a tumbarte. Nos vamos de aquí ahora mismo. Di que necesitas ir a la farmacia a por medicinas más fuertes. Yo iré contigo.

—Lucía, esto es absurdo. No puedo abandonar a nuestros invitados.

—Mamá —su voz tembló—. Te lo suplico. Esto no es un juego. Es tu vida.

Había algo tan crudo, tan genuino en su miedo que sentí un escalofrío recorrer mi espalda. ¿Qué podía haber asustado tanto a mi hija? ¿Qué sabía ella que yo ignoraba?

Cogí mi bolso y las llaves del coche. Encontramos a Ricardo en el salón, hablando animadamente con dos hombres de traje.

—Ricardo, discúlpame —interrumpí—. El dolor de cabeza empeora. Voy a la farmacia a por algo más fuerte. Lucía viene conmigo.

Su sonrisa se congeló un instante antes de volverse hacia los invitados con resignación.

—Mi mujer no se encuentra bien —explicó—. Volved pronto —añadió, mirándome. Su tono era casual, pero sus ojos transmitían algo que no supe descifrar.

Al subir al coche, Lucía temblaba.

—Conduce, mamá —dijo, mirando hacia atrás como si esperara que algo terrible sucediera—. Aléjate de aquí. Te lo explicaré todo por el camino.

Arranqué el coche, con mil preguntas girando en mi cabeza. ¿Qué podía ser tan grave?

Fue cuando empezó a hablar que mi mundo se derrumbó.

—Ricardo quiere matarte, mamá —dijo, las palabras saliendo como un sollozo ahogado—. Lo escuché anoche al teléfono, hablando de poner veneno en tu té.

Pisé el freno bruscamente, casi chocando contra un camión parado en el semáforo. Todo mi cuerpo se paralizó, y por un momento no pude respirar, ni hablar. Las palabras de Lucía sonaban absurdas, como algo sacado de una mala película.

—¿Qué, Lucía? Eso no tiene ninguna gracia —logré decir al fin, con una voz más débil de lo que hubiera querido.

—¿Crees que bromearía con algo así? —Sus ojos estaban llorosos, su rostro contraído entre el miedo y la ira—. Lo escuché todo, mamá. Todo.

Un conductor detrás de nosotros tocó el claxon, y me di cuenta de que el semáforo estaba en verde. Pisé el acelerador automáticamente, conduciendo sin rumbo, solo para alejarme de la casa.

—Dime exactamente lo que escuchaste —pedí, intentando mantener la calma, aún sintiendo mi corazón golpear contra mis costillas como un animal enjaulado.

Lucía respiró hondo antes de empezar.

—Bajé a por agua anoche. Era tarde, quizá las dos de la mañana. La puerta del despacho de Ricardo estaba entreabierta y había luz. Estaba al teléfono, hablando en voz baja —hizo una pausa, como reuniendo valor—. Al principio pensé que era algo de la empresa, ya sabes, pero entonces dijo tu nombre.

Mis dedos se aferraron al volante con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.

—Dijo: “Todo está planeado para mañana. Elena tomará su té como siempre en estos eventos. Nadie sospechará nada. Parecerá un infFinalmente, Ricardo fue condenado a cadena perpetua tras descubrirse que ya había asesinado a su primera esposa con el mismo método, y Lucía y yo, aunque marcadas por el miedo, encontramos la fuerza para reconstruir nuestras vidas, siempre recordando que fue su valentía la que nos salvó.

Leave a Comment