La niña de siete años se levantó en el juzgado y declaró: “Soy la abogada de mi madre”. El juez pensó que era una broma hasta descubrir que sabía más de derecho que muchos letrados titulados. “Soy la abogada de mi madre”, repitió Lucía, con sus pequeñas manos agarrando una carpeta escolar decorada con pegatinas de estrellas y la barbilla alta como quien lleva décadas ejerciendo.
El Juzgado de Familia número tres quedó sumido en un silencio sepulcral. Era como si alguien hubiera detenido el tiempo durante unos segundos. El juez Antonio Navarro, hombre de 56 años con treinta años de carrera, se quitó lentamente las gafas y las limpió con esmero, como si dudara de lo que veían sus ojos. En toda su trayectoria nunca había presenciado algo semejante. Un niño ejerciendo como letrado en su tribunal.
“Disculpa, cariño, pero esto es un juzgado, no un lugar para juegos”, dijo con voz amable, pensando que la niña se habría separado de sus padres. “No estoy jugando, señoría”, respondió Lucía. Su voz era firme, aunque el corazón le latía con fuerza. “Vengo a representar a mi madre, Ana Martínez, en el procedimiento de custodia número 345-Z-2024. Mi padre, Javier Rojas, intenta obtener mi custodia por motivos económicos.”
La sala estalló en murmullos. Los abogados dejaron de mirar sus móviles. Los funcionarios soltaron sus bolígrafos. Las secretarias giraron sus cabezas para ver mejor. Hasta el guardia de seguridad se acercó, intrigado por aquella situación insólita.
A la derecha de la sala, Javier Rojas, de 40 años, vestido con un traje oscuro caro, soltó una carcajada. “Señoría, esto es ridículo. La niña está jugando, no podemos perder el tiempo con estas tonterías.” A su lado, el abogado D. Luis Méndez, un hombre elegante de 50 años con traje de tres mil euros y aire arrogante, se levantó de inmediato: “Excelencia, solicito respetuosamente que retire a la menor de la sala. Esto es una falta de respeto al tribunal y a los procedimientos legales.”
Pero Lucía no se movió ni un centímetro. Sus ojos verdes brillaban con una determinación impropia de su edad. “Señoría, conforme al artículo 12 de la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, tengo derecho a ser escuchada en cualquier procedimiento judicial que afecte a mis intereses.”
El silencio volvió a adueñarse de la sala, pero esta vez era distinto. Era el silencio del asombro. Una niña de siete años acababa de citar una norma legal con la precisión de un jurista experimentado. D. Luis parpadeó varias veces, intentando procesar lo que acababa de escuchar. “Ha memorizado frases de Internet, señoría. Cualquier niño puede hacer eso hoy con Google.”
“Entonces ¿puedo continuar, señor abogado?”, Lucía se volvió hacia él con una educación que desarmaba. “El artículo 154 del Código Civil establece que la patria potestad comprende la educación y formación integral de los hijos. Mi padre incumplió este deber cuando nos abandonó durante tres años consecutivos.” El letrado tragó saliva. Javier dejó de reír abruptamente.
“Artículo 156 del mismo código”, continuó Lucía sin pestañear. “Determina que la custodia será exclusiva cuando uno de los progenitores no ofrezca condiciones adecuadas para el ejercicio de la patria potestad. Artículo 158 establece que este derecho no puede ejercerse en contra del interés del menor.”
El juez se inclinó hacia delante, completamente fascinado. En treinta años de carrera, jamás había visto a un letrado experimentado citar normas con tanta fluidez, y mucho menos a un niño.
Además, Lucía abrió su carpeta escolar, que contenía documentos perfectamente organizados. “Aquí tengo pruebas que demuestran las verdaderas intenciones de mi padre.” Sacó un móvil antiguo de la carpeta, un dispositivo sencillo que contrastaba con la sofisticación jurídica de sus palabras.
“Grabé una conversación donde confiesa que solo me quiere por la herencia de dos millones de euros que voy a recibir de mi abuelo.” La bomba estalló en la sala. Javier palideció como el papel. D. Luis se levantó tan rápido que volcó la silla. Al fondo, donde permanecía sentada en la última fila, Ana Martínez, una mujer de 32 años delgada y vestida con humildad, se tapó el rostro y rompió a llorar.
“¡Esto es inadmisible!”, gritó D. Luis, perdiendo por completo la compostura. “Grabación clandestina, prueba ilegal. Solicito que sea desestimada.” Lucía lo miró con una calma pasmosa. “Señor abogado, la grabación no es ilegal cuando la hice yo para proteger mis propios derechos. Ley 1/1996, artículo 9.2. Garantiza al menor el derecho a buscar protección.”
El letrado enmudeció. Una niña de siete años acababa de darle una lección de derecho. “Señoría”, continuó Lucía. “¿Puedo reproducir la grabación para que todos la escuchen?” El juez asintió, aún intentando asimilar aquella situación surrealista. “Por supuesto.”
Lucía manipuló el móvil con sus pequeños dedos, pero con seguridad. La voz de Javier resonó por la sala, clara e incriminatoria: “Escucha bien, abogado. Quiero la custodia de la niña y la quiero rápido. No me importa lo que tengas que inventar. La cría heredará un buen pellizco de su abuelo cuando cumpla 18. Hablamos de dos millones. Si tengo la custodia, administraré yo ese dinero. La madre no sabe nada de la herencia. Esa mujer no sabe ni leer bien. Imagínate entender de herencias. Cuando se entere, ya lo habré solucionado todo.”
Su risa cruel hizo que varias personas murmuraran insultos. Ana lloraba con más fuerza, entre la emoción y la humillación. “Entonces trato hecho. Presenta la demanda mañana. Alega que la madre no tiene medios. Inventa que deja sola a la niña, que no tiene condiciones, esas cosas que vosotros sabéis hacer.”
Lucía detuvo la grabación y el silencio volvió. Miró directamente al juez. “Señoría, esta conversación ocurrió el 15 de marzo a las dos y media de la tarde. Tres días después, el 18, mi padre presentó la demanda de custodia alegando exactamente esas mentiras.” Sacó más papeles de la carpeta. “Aquí está una copia. Alega que mi madre me deja sola horas, que nuestra casa no es adecuada, que no tengo seguimiento escolar.”
El juez tomó los documentos, revisando cada línea. “¿Y estas alegaciones son ciertas?” “Todas falsas, señoría.” Lucía colocó más documentos ante él. “Traigo pruebas que lo demuestran. Primero, mis boletines de los últimos dos años.” Extendió las hojas. “Como verá, soy la mejor alumna de mi clase en todas las asignaturas: lengua, matemáticas, ciencias, historia. Media de 9,8.”
El juez examinó los documentos, impresionado no solo por las notas, sino por la impecable organización de la niña. “Segundo”, continuó Lucía. “Una declaración de mi colegio confirmando que nunca llego tarde, siempre estoy cuidada, alimentada, y mi madre participa activamente en todas las reuniones.”
D. Luis intentó recuperarse. “Señoría, los documentos escolares pueden ser manipulados por adultos interesados.” “¿Está acusando a mi colegio de falsificar documentos?”, preguntó Lucía, girándose hacia él con expresión seria que lo hizo tragar saliva. “No exactamente, pero…” “Porque si es así, puedo llamar ahora mismo a mi profesora Isabel. Está esperando en el pasillo.”
El juez sonrió por primera vez en la vista. “Que pase la profesora, Lucía.” La puerta se abrió y entró Isabel González. Mujer de 40 años, pelo castaño recogido en un moño, vestida con blusa azul y falda negEl juez, conmovido por la valentía y sabiduría de Lucía, dictó sentencia otorgando la custodia exclusiva a su madre y negando cualquier derecho de visita a su padre, marcando así el comienzo de una nueva vida para la pequeña y su familia.