En la cocina de la vecina mayor, un empresario millonario encontró a su hijo de siete años devorando un plato de sopa como si llevara días sin comer. El pequeño estaba hambriento, demacrado, irreconocible. “Por favor, no le digas a papá que vine aquí. Si no, ella no me dejará salir de mi habitación nunca más”, susurró el niño con desesperación. Lo que el padre descubriría sobre su madrastra durante su viaje de negocios dejaría a cualquiera sin palabras.
El coche negro se deslizó por las calles adoquinadas de Salamanca, sus ventanas tintadas reflejando el ocaso dorado. Álvaro Delgado ajustó su corbata mientras revisaba los últimos informes de su empresa tecnológica en la tablet. Tres semanas en Hong Kong cerrando el contrato más importante de su carrera habían valido la pena, pero ahora solo deseaba llegar a casa y abrazar a Lucas, su hijo de siete años.
“Don Álvaro, llegamos en cinco minutos”, murmuró Jorge, su chófer de confianza que trabajaba para la familia desde hacía años. “Gracias, Jorge. ¿Alguna novedad de la casa mientras estuve fuera?”, preguntó Álvaro guardando la tablet en su maletín de piel. Jorge dudó un instante, sus ojos encontrándose con los de Álvaro en el retrovisor. “Todo tranquilo, señor. Doña Clara ha estado ocupada con sus eventos benéficos”. Algo en el tono de Jorge le hizo fruncir el ceño.
El edificio moderno de la urbanización privada brillaba bajo las luces del jardín. Álvaro respiró hondo, aspirando el aroma familiar de los limoneros que bordeaban la entrada principal. “¿Lucas estará despierto?”, preguntó mirando su reloj. “Son solo las ocho, señor”, comenzó Jorge, pero no terminó la frase. Su mirada se había clavado en algo que ocurría en la casa contigua.
Álvaro siguió la mirada de su chófer y sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Allí, en el porche iluminado de la casa vecina, estaba Lucas. Su niño, con su pelo castaño despeinado y sus ojos color avellana tan parecidos a los suyos, sentado en los escalones junto a la señora Martínez. Pero no era la ubicación lo que lo paralizó, sino el estado del pequeño. Lucas llevaba una camiseta a rayas demasiado grande para su cuerpecito, ahora notablemente más delgado.
“Jorge, espérame aquí”, ordenó Álvaro saliendo del coche antes de que el chófer pudiera abrir la puerta. La señora Martínez, una mujer entrada en años con el pelo gris recogido en un moño, levantó la vista al oír sus pasos apresurados. Su expresión cambió de inmediato de ternura maternal a preocupación evidente.
“Don Álvaro”, dijo poniéndose de pie. “No sabíamos que había regresado”. Lucas alzó la cabeza al oír la voz de su padre. Sus ojos, que antes brillaban con la alegría propia de su edad, ahora mostraban una mezcla de alivio y algo que Álvaro no pudo identificar. “Papá”, murmuró intentando esconder el plato tras la espalda.
Álvaro se arrodilló frente a su hijo, sus zapatos italianos rozando las baldosas del porche. Con manos temblorosas tomó el rostro de Lucas entre sus palmas. La piel del niño estaba más fría de lo normal y sus mejillas, antes redondas, ahora mostraban unos pómulos marcados que no eran naturales en un niño de su edad. “Cariño, ¿qué haces aquí? ¿Dónde está Clara?”, preguntó con voz cargada de confusión y creciente alarma.
La señora Martínez se aclaró la garganta mirando nerviosa hacia la casa de los Delgado. “Don Álvaro, el niño llegó hace un par de horas. Estaba… tenía hambre”. La palabra resonó en los oídos de Álvaro como un golpe. “¿Qué quiere decir con que tenía hambre?”, casi gritó.
Lucas bajó la cabeza, sus pequeños dedos jugueteando con el borde de su camiseta. “La tía Clara dijo que no había suficiente comida para la cena, que esperara hasta mañana”. El mundo de Álvaro se tambaleó. La tía Clara, como le habían enseñado a llamar a su madrastra, era quien debía cuidarle durante sus viajes de negocios. La mujer que había conquistado su corazón un año atrás con su belleza y aparente devoción hacia Lucas.
“¿Cuánto tiempo llevas sin comer, hijo?”, preguntó Álvaro con voz apenas audible. Lucas miró a la señora Martínez como pidiendo permiso para hablar. La anciana asintió con dulzura, acariciando la cabeza del niño. “Desde ayer por la mañana”, susurró. “Solo me dio un poco de agua y me dijo que me quedara en mi cuarto”.
Álvaro sintió la sangre subirle a la cabeza. Veinticuatro horas. Su hijo había estado sin comer un día entero en una casa donde la nevera siempre estaba llena, donde la despensa tenía provisiones para alimentar a una familia entera. “Señora Martínez”, dijo poniéndose en pie, “¿ha visto esto antes?”
La vecina intercambió una mirada con su marido, don Antonio, que acababa de aparecer en la puerta. El hombre, de complexión robusta y bigote canoso, conocía a la familia Delgado desde que se mudaron al barrio. “Don Álvaro”, comenzó don Antonio con voz pausada, “no queríamos meternos en asuntos familiares, pero el niño ha venido a nuestra casa varias veces estas últimas semanas”.
“Varias veces”, repitió Álvaro sintiendo que las piernas le flaqueaban. “Siempre con hambre”, añadió la señora Martínez suavemente. “Y siempre cuando doña Clara salía a sus eventos sociales”. Álvaro miró hacia su casa, donde las ventanas del primer piso brillaban con luz cálida. En algún lugar de allí estaba Clara, probablemente arreglándose para otra de sus galas benéficas, mientras su hijo mendigaba comida a los vecinos.
“Lucas”, dijo Álvaro volviéndose hacia el niño, “termina de comer. Luego iremos a un sitio donde podamos hablar tranquilos”. El pequeño asintió, llevando de nuevo el plato a los labios. Álvaro notó entonces el contenido: un caldo de pollo casero con verduras, arroz y trocitos de jamón. Comida sencilla pero nutritiva, justo lo que necesitaba un niño. Su hijo bebía el caldo con la avidez de alguien que no sabía cuándo volvería a comer.
“Señora Martínez, don Antonio”, dijo Álvaro sacando la cartera, “no sé cómo agradecerles esto”. “No necesitamos dinero, don Álvaro”, rechazó la mujer con firmeza. “Lo que necesitamos es saber que este niño está a salvo”. Álvaro guardó la cartera comprendiendo el mensaje. Sus vecinos no solo habían alimentado a Lucas, habían sido testigos de algo que él, absorto en sus negocios, había pasado por alto por completo.
“¿Puedo preguntarles si han notado algo más?”, insistió. “¿Comportamientos raros de Clara con Lucas?” Los Martínez intercambiaron otra mirada significativa. “Don Álvaro”, dijo finalmente don Antonio, “esa mujer cambia por completo cuando usted no está. Hemos oído cómo le grita al niño desde el jardín, cómo lo encierra cuando llegan sus amistades. Una vez”, añadió la señora Martínez en voz baja, “lo vimos asomado a la ventana de su cuarto durante horas, como si estuviera castigado”.
Cada palabra era un puñal. ¿Cómo había sido tan ciego? ¿Tan absorto en construir su imperio que había entregado a su hijo a una torturadora?
Lucas terminó el caldo y dejó el plato vacío en el suelo. Se limpió la boca con el dorso de la mano y miró a su padre con una expresión que le partió el corazón: esperanza mezclada con miedo. “¿No te vas a ir otra vez, papá?”, preguntó con vocecilla temblorosa.
“No, cariño”, respondió Álvaro levantando al niño en brazos. El peso del pequeño lo alarmó. Lucas se sentía mucho más liviano de lo que debería. “No me voy a ningún lado. Estoy aquí”.
Mientras caminaba hacia el coche con Lucas en brazos, Ál”Papá, susurró Lucas abrazándolo con fuerza, por fin me siento seguro”.