El Lunes por la mañana, Pedro Navarro despertó con el sonido del teléfono a las 6:30. Era su asistente personal, advirtiéndole sobre una crisis en el proyecto más importante del año. Pero en lugar de saltar de la cama como solía hacer, miró hacia la cuna donde su hija pequeña, Lucía, dormía plácidamente con su chupete en la boca.
Hace seis meses, Pedro habría salido corriendo hacia la oficina sin dudarlo. Pero ahora, después de todo lo ocurrido, tras haber estado al borde de perder lo más importante, simplemente respondió: “Hoy no voy. Que lo solucionen ellos.”
Colgó el teléfono y se quedó mirando a su hija. El sol de Madrid entraba por la ventana, iluminando sus rizos castaños. A su lado, en la cama, Ana empezaba a desperezarse.
“¿Problemas en el trabajo?” preguntó, con voz aún adormilada.
“Como siempre,” respondió Pedro, sonriendo. “Pero hoy no importa.”
Ana le devolvió la sonrisa y acercó a Lucía entre ellos. El bebé se removió un poco, pero siguió durmiendo.
Pedro recordó el día en que todo había cambiado. Aquella tarde en la que llegó antes de lo habitual y encontró a Ana cantándole a Lucía en el salón. La canción era una nana que su propia madre le había cantado de pequeña, una melodía suave que hablaba de estrellas y sueños. En ese momento, se dio cuenta de lo mucho que se había perdido por estar siempre ocupado.
Ahora, seis meses después, las cosas eran diferentes. Había aprendido a delegar, a confiar en su equipo. Había rechazado reuniones importantes para asistir a la primera sonrisa de Lucía, a sus primeros pasos. Y aunque su cuenta bancaria ya no crecía al mismo ritmo de antes, su corazón estaba más lleno que nunca.
“¿Sabes qué?” susurró Ana, acariciando el pelo de Pedro. “Estoy orgullosa de ti.”
Pedro no respondió. Simplemente abrazó a las dos, sintiendo el calor de su familia contra su pecho. Fuera, la ciudad ya estaba en movimiento, el tráfico comenzaba a formarse, las prisas y los problemas del mundo seguían su curso. Pero ahí, en esa habitación, el tiempo parecía detenerse.
Lucía despertó, miró a su padre con esos ojos grandes y oscuros, y soltó una risita. Pedro supo, en ese instante, que había tomado la mejor decisión de su vida.
Porque al final, lo único que realmente importa no son los números en una pantalla, ni los títulos en la puerta de una oficina. Lo que importa son esos pequeños momentos, las risas compartidas, los abrazos en silencio, las canciones a media tarde.
Lo que importa es estar presente.
Y por primera vez en mucho tiempo, Pedro Navarro lo estaba.