Corre y Escóndete: El Terror que Siguió al Nacimiento

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Acababa de dar a luz cuando mi hija de ocho años entró corriendo en la habitación del hospital, con los ojos muy abiertos y llenos de alerta. Cerró las cortinas y luego me susurró al oído: “Mamá… métete debajo de la cama. Ahora mismo.” Se me encogió el corazón, pero obedecí. Las dos nos acurrucamos bajo la cama, conteniendo la respiración. De pronto, unos pasos pesados entraron en la habitación. Cuando intenté mirar, ella me tapó suavemente la boca, con una mirada de terror que nunca antes le había visto. Y entonces…

En el instante en que Lucía entró en la habitación del hospital, con sus zapatillas casi sin hacer ruido sobre el suelo de linóleo, supe que algo iba mal. Solo tenía ocho años, pero sus ojos, normalmente llenos de travesura, ahora estaban muy abiertos, clavados en mí, llenos de miedo. Se acercó corriendo y cerró las cortinas con fuerza. El recién nacido dormía en la cuna, ajeno a la tensión que llenaba la habitación.

“Mamá”, susurró, acercándose tanto que sentí su aliento temblar en mi mejilla, “métete debajo de la cama. Ahora.”

Hacía apenas dos horas que había dado a luz. Mi cuerpo aún no parecía mío, cada movimiento lento y pesado, pero la urgencia en su voz me empujó a actuar. Mi pulso se aceleró. No le pregunté por qué. Algo en su tono—firme pero al borde del llanto—me dijo que no era un juego, no era su imaginación, no era un drama infantil.

Nos deslizamos juntas bajo la cama del hospital, hombro con hombro. El espacio era estrecho, frío, con ese olor a desinfectante y metal. Las pequeñas manos de Lucía se aferraban a la manta con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. Quise preguntar qué pasaba, pero antes de que pudiera decir nada, ella negó con la cabeza, tajante.

Entonces llegaron los pasos.

Pesados. Seguros. Con intención.

Entraron en la habitación sin vacilar, las suelas golpeando el suelo con un ritmo demasiado lento para ser una enfermera apresurada. Cada paso hacía que Lucía se estremeciera. Me agarró la mano y la apretó contra su pecho—su corazón latía con fuerza bajo mi palma.

Intenté asomarme, pero Lucía me tapó la boca suavemente, sus ojos suplicándome que no me moviera, que no respirara fuerte. Nunca le había visto ese miedo—crudo, desgarrador, protector.

Los pasos se detuvieron justo al lado de la cama.

Siguió un silencio sofocante.

Luego, el colchón cedió levemente, como si alguien hubiera apoyado una mano para inclinarse. Ahora podía oír la respiración—lenta, calculada, controlada de una forma que me erizó la piel.

La figura se inclinó más, proyectando una sombra que avanzaba hacia nuestro escondite.

Y entonces…

El agarre de Lucía se volvió doloroso mientras la sombra se movía. Sentía su temblor, pero no se atrevía a hacer ningún ruido. Yo contuve la respiración, las costillas doliéndome del esfuerzo. Mi hijo recién nacido, Mateo, hizo un leve ruido en la cuna, y sentí la punzada del pánico. Los pasos se detuvieron, girando hacia él.

Reconocí ese andar. No el sonido—no—sino la vacilación. Mi exmarido, Javier, tenía esa forma de detenerse a medio paso cuando evaluaba una situación. Incluso antes de ver sus zapatos—de piel cara, demasiado relucientes para un hospital—supe que era él.

Mi pecho se apretó.

No debía estar allí.

Había una orden de alejamiento desde hacía semanas, después de la última pelea violenta. Se había puesto furioso al saber que estaba embarazada y juró que “me arrepentiría de seguir adelante sin él”.

Lucía lo había visto antes que yo. Por eso corrió a advertirme, por eso insistió en escondernos.

Lo oí respirar sobre la cuna de Mateo. Un cajón se abrió—lentamente. Los instrumentos de metal se movieron dentro. Por un instante terrorífico, imaginé lo peor.

Entonces la voz de una enfermera llamó desde el pasillo: “¿Habitación 214? ¿Sigue alguien dentro?”

Javier se quedó inmóvil.

El cajón se cerró de golpe. Sus pasos se apresuraron—sigilosos pero acelerados. La puerta se abrió lo justo para que saliera y se cerró tras él.

Lucía soltó un suspiro tembloroso y hundió la cara en mi hombro, apretando los ojos. La abracé, aunque cada movimiento me dolía.

Unos minutos después, cuando el pasillo permaneció en silencio, salí de debajo de la cama. Mis piernas flaqueaban, pero la adrenalina me sostenía. Fui directa a la puerta, la cerré con llave y pulsé el botón de llamada a enfermería.

Un equipo de seguridad llegó en minutos. La enfermera palideció al enterarse de quién había entrado y con qué facilidad se había camuflado. Las cámaras confirmaron su presencia. Había entrado en maternidad con una identificación falsa.

Lucía no soltó mi mano en ningún momento.

“Lo vi al final del pasillo”, le susurró al agente de seguridad. “Parecía enfadado. No supe qué más hacer.”

“Hiciste exactamente lo correcto”, le dije, con la voz quebrada.

Pero el miedo no se fue. Porque Javier sabía que había dado a luz. Y lo peor… casi nos alcanza.

El hospital actuó rápido. Un guardia se colocó frente a la puerta. Las enfermeras nos revisaban cada hora. El pediatra acercó la cuna de Mateo a mi cama, como si mantenerlo a mi alcance pudiera borrar lo sucedido. Pero la imagen de Javier inclinándose sobre mi bebé no se iba de mi mente.

Esa misma tarde llegó el inspector Marcos Herrera. Su presencia era tranquila, firme—justo lo que necesitaba. Escuchó con atención mientras relataba lo sucedido, tomando notas y mirando de vez en cuando a Lucía, que estaba acurrucada en una silla, abrazándose las rodillas.

“Dijiste que él no debía saber que habías dado a luz hoy”, comentó Marcos. “¿Cómo pudo enterarse?”

Mi respiración se cortó. Recordé mensajes, citas, quién podría haberlo mencionado.

“Mi madre publicó algo en Facebook”, susurré. “Solo una foto de la ropa que compró para el bebé. Me etiquetó. Javier todavía la sigue.”

Los hombros de Lucía se hundieron, el miedo mezclándose con culpa. Le apreté la mano con suavidad.

“Esto no es culpa tuya”, murmuré. “De nadie.”

Marcos asintió. “Aumentaremos las patrullas cerca de tu casa. Te darán el alta mañana, pero no estarás sola. Y aceleraremos la orden de arresto.”

Ayudó. No del todo, pero lo suficiente para respirar.

Esa noche, Lucía se metió en la cama del hospital junto a mí, con cuidado de no molestar a Mateo. Apoyó la cabeza en mi hombro y susurró: “Siento no haber avisado antes a la enfermera. Es solo que… no quería que me viera correr.”

Le besé la cabeza. “Nos salvaste. Fuiste valiente cuando yo no pude serlo.”

Asintió, pero notaba la tensión en su cuerpecito.

La habitación estaba a oscuras, solo con la luz del pasillo filtrándose bajo la puerta. Por primera vez ese día, dejé que las lágrimas salieran—no de miedo, sino por el peso de todo lo que habíamos vivido. Abracé a mis dos hijos, prometiéndoles en silencio que nunca dejaría que él nosY al amanecer, con el primer rayo de sol filtrándose por la ventana, supe que jamás volveríamos a escondernos de él.

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