**Capítulo 1: La Armadura de los Fantasmas**
La chaqueta olía a jabón viejo, aceite de armas y a la humedad de un armario cerrado durante años. Era un aroma complejo, una mezcla de metal y polvo que me llenaba la nariz cada vez que hundía la cara en el cuello. Para los demás niños del Colegio Público Valle del Guadarrama, era un espanto. Una tienda de campaña oliva que me tragaba por completo. Para mí, era lo único que mantenía mis moléculas unidas.
Tenía diez años y me sumergía en el abismo.
Cada mañana, la rutina era la misma. Mi madre estaba en la cocina, mirando una tostada que no se comería, con ojeras tan oscuras que parecían moratones bajo la luz del amanecer. Yo me vestía en silencio, me ponía los vaqueros y las zapatillas, y luego iba al perchero. Me envolvía en esa tela pesada. Las mangas me colgaban cuatro dedos más allá de las manos, trozos inútiles de tela que hacían imposible sujetar un lápiz. El dobladillo me llegaba a media pantorrilla. No caminaba, arrastraba los pies. Parecía una niña disfrazada con los restos de una guerra. Pero no me importaba. Cuando me la abrochaba, el mundo se volvía más silencioso. Seguro.
Las burlas empezaban al bajar del autobús amarillo.
“Mirad esto”, anunció Lucía Mendoza con una voz tan aguda que cortaba el cristal. Estaba apoyada en las taquillas, rodeada de su séquito de clones con chaquetas de colores pastel. “La mendiga ha vuelto. ¿Te la sacaste del contenedor, Ana? ¿O la desenterraste?”
Bajaba la mirada, clavando los ojos en las baldosas desgastadas. Pie izquierdo, pie derecho. Solo llegar al aula. No responder. No llorar.
“Es ofensivo, de verdad”, interrumpió Javier Morán. Era el tipo de niño que memorizaba las reglas solo para chivarse. Se plantó frente a mí, cortándome el paso al aula 4B. Cruzó los brazos, inflando el pecho. “Mi padre dice que llevar cosas militares sin haberlas ganado se llama ‘Valor Robado’. Es ilegal, Ana. Eres una delincuente”.
“No… no es ilegal”, susurré, mi voz atrapada en la lana del cuello. “Es de mi padre”.
Javier soltó una risa seca que atrajo las miradas de los niños mayores. “Sí, claro. ¿Tu padre? El que nunca aparece. Probablemente la compró en un excedente para hacerse el importante. Falso. Como tú”.
No lo sabían. Ninguno lo sabía. No sabían del golpe en la puerta tres meses atrás. No sabían de los dos hombres con uniformes de gala en nuestro porche, sus rostros máscaras de dolor profesional. No sabían de la bandera doblada en la repisa ni de mi madre sentada en la cocina, en la oscuridad, mirando a la nada, olvidando encender la luz al caer la noche.
Apreté los puños de la chaqueta. Dentro, en el forro, aún olía a él. Un rastro de chicle de menta y lluvia. Si respiraba hondo, me acompañaba al colegio. Si cerraba los ojos, me sostenía la mano, su palma áspera y cálida contra la mía.
“Déjala en paz, Javier”, dijo una voz baja desde un lado. Era Sara, una chica de mi clase de arte, pero no dio un paso adelante. Solo parecía incómoda.
“Estoy protegiendo a los soldados”, espetó Javier, tirando de mi manga. “Quítatela, Ana. Pareces un espantajo”.
Me aparté, la tela crujiendo. “No”.
“Basura”, murmuró Lucía mientras me abría paso. “Pura basura”.
La llevé puesta cada día. En el calor asfixiante de septiembre, sudaba bajo la camiseta, gotas resbalando por mi espalda, pero no me la quitaba. Era mi armadura. Sin ella, solo era una niña sin padre, sin voz. Con ella, era la hija del sargento Martín. Aunque nadie más lo creyera.
**Capítulo 2: La Llegada del General**
Luego vino el acto del Día del Veterano.
El polideportivo era una caja húmeda de ruido. Las gradas de metal gemían bajo quinientos niños inquietos. El aire olía a cera, embutido rancio y ansiedad adolescente. Yo estaba en el rincón más alto, pegada al bloque de hormigón, intentando hacerme invisible. Lucía y su grupo, dos filas abajo, me lanzaban palomitas cuando los profesores no miraban.
“Oye, soldadito”, siseó Lucía, volviéndose. “¿Vas a bajar a hacer el saludo? Quizá te den una medalla por el ‘Mejor Disfraz'”.
Las risas se extendieron como un virus. Mi cara ardía. Subí el cuello, escondiendo los ojos. Quería desaparecer. Que el suelo se abriera y me tragara, junto a la chaqueta. Toqué la costura del bolsillo. Aguanta, me dije. Papá querría que fueras valiente.
“¡Silencio! ¡Todos en silencio!” La voz del director Gutiérrez retumbó en los altavoces. “Hoy tenemos un invitado muy especial. Un héroe que sirvió a nuestro país durante treinta años. Den la bienvenida al… general Carlos Navarro”.
Las puertas se abrieron con un golpe seco.
El ruido no se apagó: se congeló. Hasta los más inquietos se quedaron quietos.
El general Navarro entró. Era imponente. Una montaña de hombre, con cuatro estrellas brillando en sus hombros bajo las luces fluorescentes. Su uniforme estaba planchado con tal precisión que podías cortarte con los pliegues. No caminaba; marchaba, midiendo cada paso hacia el podio con una presencia que exigía respeto. Tenía una cicatriz en la mandíbula, pelo plateado al rape y ojos que parecían haber visto el fin del mundo y sobrevivirlo.
Se acercó al micrófono. Lo ajustó sin mirar. Escudriñó el mar de estudiantes. No sonrió.
“La libertad”, comenzó, con una voz grave que resonaba en mi pecho, “no es gratis. Se paga con sangre, con sudor y con las sillas vacías en las mesas de este país”.
Era hipnótico. Hasta Javier dejó de jugar con los cordones. El general habló de honor, de sacrificio, de los hermanos perdidos en lugares que ni siquiera encontraríamos en un mapa. Habló del deber.
Y entonces, ocurrió.
Recorría la multitud, su mirada barriendo las gradas como un faro. Hablaba del valor frente al miedo.
“Honramos a los que no pueden…” dijo, y de repente, se detuvo.
En mitad de la frase.
Se quedó helado.
El silencio se hizo pesado. El director parecía nervioso, cambiando de peso. Los profesores se miraban confundidos. ¿Había olvidado el discurso? ¿Estaría enfermo?
Pero el general no miraba sus notas. No miraba al director.
Miraba arriba.
Justo al último rincón de las gradas.
Directamente a mí.
Su rostro, antes esculpido en piedra, palideció. Su boca se abrió ligeramente, luego cerró. Entrecerró los ojos, como si no pudiera creer lo que veía. Era la mirada de un hombre viendo un fantasma.
Dejó el podio, ignorando el micrófono. El chirrido del feedback llenó el aire, pero no se inmutó. Rodó la mesa cubierta con la bandera. Caminó hacia las gradas.
“Tú”, señaló. Su dedo era firme como un fusil, pero su mano temblaba. “La niña de atrás. Con la chaqueta”.
Quinientas cabezas giraron. Lucía jadeó. Javier parecEl general Navarro me miró con los ojos brillantes y, en ese instante, supe que jamás volvería a sentirme sola bajo el peso de la chaqueta que guardaba el último abrazo de mi padre.