**Diario personal – 7 de la mañana y todo cambió**
Hoy me despertaron a las siete de la mañana. Mi marido irrumpió en el dormitorio, arrancó las sábanas y, con un tono que parecía sacado de un amo hablando a su criada, me soltó:
—Dame el pin de la tarjeta, rápido. Mi madre está en la tienda y quiere comprarse un móvil nuevo.
Casi tres años de matrimonio, y estoy exhausta. Mientras yo trabajaba de sol a sol, llevando la casa, la compra, los recibos, él ni siquiera intentó buscar empleo. Antes de casarnos, hacía chapuzas, trabajos temporales. Pero en cuanto nos instalamos juntos, decidió que mantenerle era mi obligación.
Y luego estaba su madre. La suegra. Para ella, su hijo debía cubrirle todos los caprichos: regalos, medicinas, viajes… Como si el dinero brotara de él, cuando en realidad salía de mis lágrimas y mis noches en vela.
Él le daba mi sueldo sin pensarlo: transferencias «para sus gastos», compras absurdas. Yo callaba, creyendo que la familia era sacrificio. Hasta que la suegra empezó a exigir casi a diario: «Necesito cremas», «Ayuda con el préstamo». Y mi marido, como un loro: «Mamá merece lo mejor». ¿Y yo? Para ellos solo era un monedero con piernas.
Hoy era mi único día libre. Me había quedado dormida cuando él entró como un toro. Le miré, todavía medio dormida, y le dije tranquila:
—Que lo pague con su dinero.
Se le encendió la mirada. Empezó a gritar, a llamarme egoísta, a decir que no respetaba a su madre. En ese momento, algo se rompió. Ya no había paciencia. Ni respeto. Solo un plan.
Le di el pin.
En cuanto recibí la notificación del banco —casi todo mi sueldo evaporado en un móvil para ella—, levanté el teléfono y llamé a la policía.
—Me han robado la tarjeta —dije, serena—. Alguien ha hecho una compra sin mi permiso. Sí, conozco la dirección del responsable.
Horas después, detuvieron a mi suegra en su casa, con el móvil aún en las manos. Intentó balbucear que «su hijo le había dado permiso», pero la tarjeta era mía. Legalmente, era robo. Ahora enfrenta una multa… o algo peor.
Mi marido llegó furioso, echando espuma por la boca. Que si había arruinado a su madre. Sin decir nada, empaqué sus cosas, saqué la maleta al rellano y le solté:
—Tres años viviendo a mi costa. Basta. Ahora mantén a tu madre tú solo.
Y cerré la puerta. Para siempre.