¡Las embarazadas dan mala suerte a los coches nuevos! ¡Fuera de aquí!

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Su esposa, Carmen López, embarazada de seis meses, se quedó paralizada al borde de la carretera. Sus manos temblaban mientras sujetaba su vientre, los ojos desorbitados por la incredulidad.

Había sido una tarde que prometía felicidad. Daniel acababa de recoger su coche de lujo del concesionario en el centro de Madrid. Carmen había sonreído todo el día, emocionada por dar el primer paseo con su marido. Se imaginaba riendo juntos, discutiendo nombres para el bebé y soñando con su futuro en familia.

Pero aquel sueño se hizo añicos cuando Daniel detuvo el coche de golpe en una calle tranquila de las afueras.

—He dicho que te bajes —gruñó.
Carmen lo miró, pensando que bromeaba. —Daniel… ¿qué dices? Está oscuro. No puedo…
—¡Es en serio! —la interrumpió, con voz cortante—. Vas a traer mala suerte a mi coche nuevo. No debiste venir.

Le desabrochó el cinturón y casi la empujó fuera del asiento. Carmen tropezó, logrando mantenerse en pie por poco. La pesada puerta se cerró de golpe, y Daniel aceleró, dejando atrás las luces traseras que se perdían en la noche.

Durante unos segundos, Carmen permaneció inmóvil bajo la farola. Después, la realidad la golpeó como un mazazo. Él la había abandonado. Su marido —el hombre que alguna vez se arrodilló para besar su vientre y susurrar promesas de amor eterno— la había dejado en la calle por una superstición.

El viento era helado. Se abrazó a sí misma, sintiendo humillación y dolor. Un pinchazo le recorrió el vientre, y el pánico la invadió. —Por favor, no ahora —susurró—. Quédate tranquilo, mi vida.

Un coche frenó cerca. La ventanilla se bajó, revelando a una mujer de mediana edad con ojos bondadosos. —Cariño, ¿estás bien? ¿Necesitas ayuda?

Carmen dudó un instante, pero la preocupación en la voz de la mujer quebró su orgullo. —Sí… por favor —musitó.

La mujer, Marisa González, la ayudó a subir al coche y le ofreció agua. Durante el trayecto en silencio, el móvil de Carmen vibró. Era Daniel.

—No llores, ya se te pasará.
—Te dije que no quería que estropeases mi coche nuevo.
—Deja de hacer drama.

Cada mensaje era como un cuchillo clavándose en su corazón.

Marisa advirtió las lágrimas silenciosas de Carmen y dijo con suavidad: —Cariño, un hombre que te trata así no merece ser padre. Tú y tu bebé merecéis paz.

Esa noche, Carmen se sentó en el sofá de su pequeño piso, mirando fijamente la pared. Comprendió una verdad que había ignorado demasiado tiempo: la arrogancia de Daniel no era nueva, solo había mostrado al fin su verdadero rostro.

Y, al posar la mano sobre su vientre, susurró: —No permitiré que crezcas rodeado de esta crueldad.

A la mañana siguiente, Daniel actuó como si nada hubiera pasado. Tarareaba en la cocina mientras revisaba críticas de coches en su móvil. —Tendrías que haber visto las caras en el concesionario —dijo con orgullo—. Todos me miraban al salir. Ese coche es una bestia.

Carmen, pálida y callada, removía su té en la mesa. Los ojos hinchados del llanto, pero Daniel no parecía notarlo… o no le importaba.

—¿Por qué pones esa cara? —preguntó—. Te dije que no exagerases. Estás muy sensible últimamente. Agradece que te mantengo.

Carmen no respondió. Pero, por dentro, su corazón se endureció. Supo que no quedaba bondad en aquel hombre. Solo ego.

Esa tarde, cuando Daniel salió al trabajo, llamó a su hermano, Javier López. A Javier nunca le había caído bien Daniel; desde el principio vio su arrogancia. Cuando Carmen le contó lo ocurrido, hubo silencio al otro lado de la línea.

Finalmente, Javier dijo: —Haz las maletas. Vienes aquí. No permitiré que ese hombre te trate así.

Las manos de Carmen temblaban mientras empaquetaba su ropa. Cada patada del bebé le recordaba por qué debía ser fuerte. Miró alrededor del piso —cada foto, cada recuerdo— y entendió que ya no pertenecía allí.

Antes de irse, dejó una nota escrita a mano en la encimera:

«Elegiste tu coche antes que a tu familia. No permitiré que decidas por mi hijo también. —Carmen.»

Cuando Daniel llegó a casa y vio el armario vacío, estalló de rabia. La llamó una y otra vez, dejó mensajes furiosos, incluso recorrió la ciudad buscándola. Pero Carmen no respondió.

En casa de su hermano, rodeada de calor y cariño, Carmen por fin se sintió segura. Durmió plácidamente por primera vez en meses.

Los días se convirtieron en semanas. Se centró en su embarazo, se apuntó a clases prenatales e incluso habló con un abogado sobre el divorcio. Mientras, Daniel se desmoronaba. Sus compañeros se enteraron de lo que había hecho —Javier se encargó de ello—. Los rumores lo seguían a todas partes.

El hombre que solo se preocupaba por las apariencias ahora sufría una humillación pública. Y, por primera vez, Daniel comenzó a arrepentirse de sus decisiones.

Dos meses después, en una fresca mañana de primavera, Carmen entró en trabajo de parto. Su hermano la llevó al hospital, sujetando su mano mientras ella aguantaba el dolor. Horas más tarde, sus gemidos se transformaron en risas suaves cuando la enfermera le colocó a una pequeña niña en brazos.

—Bienvenida al mundo, Lucía —susurró, con lágrimas de alegríaCon el tiempo, Daniel comprendió demasiado tarde que ningún coche ni orgullo podrían llenar el vacío que dejó su familia, mientras Carmen y Lucía seguían adelante, encontrando en cada amanecer una nueva razón para sonreír.

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