El chico de al lado me dio su ‘última suerte’ y mi pierna se curó. Ahora sé el aterrador precio que pagó.

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Capítulo 1: El Ascensor Estropeado

La lluvia en Madrid no limpia la suciedad; solo la hace resbaladiza. Eso pensaba mientras miraba el cartel de “Fuera de Servicio” pegado con celo a las puertas de acero del ascensor. Escrito con rotulador en el dorso de un folleto de una pizzería. Era la tercera vez este mes.

Me quedé allí, agarrando los aros de mi silla de ruedas, sintiendo el frío húmedo del vestíbulo calarse en la pesadez inerte de mis piernas. Me llamo Marcos. Hace tres años, era capataz en una obra de rascacieles, levantando el perfil de esta ciudad. Medía un metro ochenta, noventa kilos de músculo, y tenía una esposa que reía como campanas de iglesia en domingo.

Hasta que llegó el conductor borracho por la A-6. Ahora, Sara está bajo tierra, y yo en esta silla, viviendo de una pensión por invalidez en un edificio donde las tuberías del calefacción retumban como disparos toda la noche.

“Maldita sea,” gruñí, golpeando el reposabrazos.

El sonido resonó en los azulejos amarillentos. Tenía dos opciones: esperar al conserje, un tipo llamado Alberto que olía a ginebra y desidia, o arrastrarme hacia atrás por tres pisos de escaleras. La maniobra consistía en bloquear los frenos, subirme al escalón a pulso y arrastrar la silla de veinticinco kilos tras de mí. Era humillante. Era doloroso. Era mi vida.

“Estás enfadado otra vez.”

La voz salió de las sombras bajo la escalera.

Giré la silla. Era el niño. Leo.

Vivía en el 3ºB, justo al otro lado del pasillo. No sabía mucho de él, solo que nunca vi a sus padres. Era un niño llave, de unos nueve o diez años, delgado como un palillo. Siempre llevaba la misma sudadera gris de tamaño grande, con los puños deshilachados sobre los nudillos.

“No estoy enfadado, Leo,” mentí, con voz áspera. “Solo cansado. El ascensor está roto.”

Leo salió de la oscuridad. Hoy parecía peor. Su piel estaba pálida, casi translúcida, como pergamino viejo. Tenía moretones de fatiga bajo los ojos, violetas y profundos. Temblaba, a pesar de llevar capas.

“Alberto no lo arreglará hasta el martes,” dijo Leo mientras se acercaba, arrastrando los pies. “Está viendo el partido.”

“El martes,” murmuro. “Fantástico.”

Miré las escaleras. Parecía estar mirando el Everest.

“Puedo ayudarte,” dijo Leo.

Casi me río. El niño parecía que un soplo de viento lo derribaría. “Gracias, campeón, pero a menos que lleves un cohete en esa sudadera, no puedes ayudarme.”

Leo no sonrió. Nunca sonreía. Solo me miraba con esos ojos inquietantemente claros. Grises, pero no un gris plano; se arremolinaban como humo atrapado en cristal.

“No me refiero a cargarte,” dijo suavemente. Metió la mano en el bolsillo. “Puedo… arreglarlo.”

“¿Sabes arreglar un ascensor?”

“No,” dijo. “Puedo arreglarte a ti.”

El aire del vestíbulo pareció enfriarse diez grados. El zumbido de la máquina expendedora se detuvo de repente. Solo se oía la lluvia golpeando la puerta de cristal.

“¿De qué hablas, niño?” pregunté, más seco de lo que pretendía.

Leo dio un paso adelante. Abrió la mano.

En su pequeña palma había una moneda. Pero no era de euro. Era pesada, plateada oscura, casi negra en los surcos. No era redonda, parecía hecha a martillo. Tenía extraños símbolos grabados, espirales y líneas quebradas como relámpagos.

“Mi abuela me la dio antes de morir,” susurró Leo. “La llamó la Última Suerte. Dijo que todos nacemos con un cubo de suerte. La mayoría la derrama. A algunos… se la roban.”

Miró mis piernas paralizadas.

“A ti te la robaron, Marcos.”

Sentí un nudo en la garganta. Odio la lástima. Sobre todo de un niño. “Guárdala, Leo.”

“Me queda un poco,” dijo, ignorándome. “La guardé. No sabía para qué. Pensé quizás en traer a mi madre de vuelta, pero… no vuelve.”

Respiró hondo.

“Quiero que la tengas tú.”

Capítulo 2: El Intercambio

La moneda parecía absorber la débil luz del vestíbulo.

“Leo, basta,” dije. “No puedo quitarte tu amuleto. Cómprate golosinas.”

“¡No sirve para golosinas!” gritó, con voz quebrada. Era la primera vez que lo oía alzar la voz. Parecía desesperado, lágrimas en esos ojos ahumados. “Compra oportunidades. Compra tiempo.”

Me alargó la moneda.

“Ya no la necesito,” susurró. “Estoy… muy cansado, Marcos. Pero tú… fuiste fuerte. Lo recuerdo.”

“¿Lo recuerdas?”

“Te vi,” dijo. “Antes del accidente. Cuando te mudaste. Subiste un sofá solo por las escaleras. Parecías un gigante. Quiero que el gigante vuelva.”

Algo se rompió dentro de mí. Quizá el cansancio. Quizá la impotencia de mirar esas escaleras. O quizá la mirada del niño, llena de una certeza aterradora.

“Si la tomo,” dije, con voz ronca, “¿prometes ir a acostarte? Pareces enfermo, chaval.”

Asintió. “Lo prometo.”

“Vale.” Extendí la mano. “Dámela.”

Leo dudó un instante. Sus dedos temblaban. Miró la moneda una última vez, con nostalgia y miedo, y la dejó caer en mi palma.

La reacción fue inmediata.

No era solo frío. Era hielo. Como agarrar hielo seco. Una descarga eléctrica, violenta y azul, saltó del metal a mi piel. Subió por mi brazo, evitó el hombro y golpeó mi columna como un mazo.

“¡Joder!” grité, casi soltándola.

Cerré el puño instintivamente. El dolor desapareció tan rápido como llegó, reemplazado por un calor sordo en el pecho.

“Está hecho,” susurró Leo.

Miré hacia arriba. Leo se balanceaba. Parecía… más pálido. Como si alguien hubiera bajado el brillo de una pantalla. Su piel estaba gris. Los labios, casi azules.

“¿Leo?” Alcancé hacia él.

Retrocedió. “Tengo que irme. Recuerda… la balanza debe equilibrarse.”

“Leo, espera—”

Se dio la vuelta y huyó. Bueno, no huyó. Se arrastró. Como un anciano, agarrándose al pasamanos, subiendo los escalones con esfuerzo.

“¡Chaval!” llamé.

No miró atrás. Oí cómo su puerta se cerraba arriba un minuto después.

Me quedé en el silencio del vestíbulo, aferrado a esa moneda extraña. “Niño loco,” murmuré. “Electricidad estática. Seguramente es una moneda trucada.”

La guardé en el bolsillo del pantalón.

Miré las escaleras otra vez. Suspiré, preparándome para el ascenso. Desbloqueé los frenos.

Y entonces, lo sentí.

Un hormigueo.

Empezó en los dedos del pie derecho. Como cuando se te duerme el pie y la sangre vuelve. Pero no había sentido eso en tres años. Mis piernas eran zonas muertas.

Me quedé inmóvil.

El hormigueo se convirtió en un latidoMe quedé allí, mirando la ceniza que alguna vez fue un niño, y supe que la moneda en mi bolsillo ya no era mi salvación, sino mi condena.

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