El bochorno en Sevilla en pleno agosto no es un simple calor; es una bestia que te ahoga y te roba el aliento. En el Polígono Industrial de Los Palacios, el asfalto parecía derretirse bajo el sol de justicia de las tres de la tarde, pintando espejismos de charcos que engañaban a la vista pero no al cuerpo. Dentro del “Taller Delgado”, el termómetro marcaba cuarenta y seis grados. El aire era espeso, cargado de olor a gasolina quemada, caucho y sudor agrio de hombres que luchaban contra el cansancio.
David Soriano se limpió la frente con el dorso de la mano, dejando una mancha oscura sobre su piel curtida. Llevaba seis horas bajo un viejo Citroën C3 que parecía haber sobrevivido a una guerra, luchando con una transmisión que se resistía como una mula testaruda. Sus nudillos sangraban, sus uñas estaban negras de mugre y su espalda le gritaba por la postura forzada. Pero David no se quejaba. No podía permitírselo.
—¡Soriano! —rugió una voz desde la oficina, cortando el ruido de las herramientas—. ¿Vas a tardar una eternidad con ese cacharro? ¡El cliente viene en una hora y quiero ese coche listo!
José Manuel Delgado, el dueño del taller, observaba desde la puerta climatizada. Llevaba una camisa de diseñador que contrastaba obscenamente con la mugre de sus empleados. Era un hombre bajo con un ego gigante, un tirano que disfrutaba humillando a quienes dependían de él.
—Casi está, don José Manuel —respondió David, saliendo del coche con una sonrisa forzada—. Solo era un tornillo atascado en el cárter.
—Menos excusas y más manos —escupió Delgado, mirando su reloj de oro—. Hay una fila de chavalitos dispuestos a trabajar por la mitad de lo que te pago. No eres imprescindible. Nadie lo es.
David tragó saliva, conteniendo la rabia. Sabía que era mentira. Era el mejor mecánico del taller. Pero también sabía que Delgado tenía razón en algo: la necesidad. Tenía cuarenta años, una hipoteca en el Polígono Sur que le ahogaba cada mes, y tres hijos que crecían demasiado rápido: Pablo, que necesitaba gafas; Ana, que soñaba con la universidad; y el pequeño Luis, que acababa de empezar el cole. Su mujer, Carmen, limpiaba oficinas en La Cartuja, dejándose los riñones por un sueldo que apenas alcanzaba para comer.
A las cuatro, el calor seguía aplastante. David salió a beber agua de una fuente cercana. La calle estaba vacía, excepto por una figurita solitaria al otro lado: una niña de unos ocho años, vestida con uniforme escolar, caminando como un sonámbulo. Algo no cuadraba. No había colegios por allí.
De repente, la niña se llevó una mano al pecho y cayó al suelo como un muñeco de trapo.
David corrió hacia ella, esquivando una furgoneta que le pitó furioso. La niña estaba pálida, los labios morados. Le tocó la frente: ardía.
—¡Llamad a una ambulancia! —gritó a unos obreros que miraban impasibles—. ¡Se está muriendo!
Uno sacó el móvil, pero David sabía cómo iba esto: una ambulancia en hora punta tardaría media hora. La niña no tenía tanto tiempo.
La levantó en brazos—pesaba menos que una bolsa de pan—y corrió hacia su vieja Renault Kangoo.
—¡Soriano! ¿Qué coño haces? —Delgado apareció en la puerta, rojo de ira—. ¡Tienes trabajo!
—Don José Manuel, esta niña se muere. La llevo al hospital.
—¡Si te vas, no vuelvas! ¡Te arruinaré! —Delgado escupió las palabras con veneno.
David lo miró fijo.
—Pues firme el finiquito, cabrón.
Arrancó la furgoneta y salió quemando rueda.
En la SE-30, el tráfico era una pesadilla. David esquivaba coches, tocaba el claxon. La niña convulsionó.
—¡Aguanta, pequeña! —gritaba, con lágrimas en los ojos.
Un guardia civil le vio la desesperación y le escoltó con la sirena. Llegaron al Virgen del Rocío en minutos.
—¡Médico! ¡Necesito un médico! —gritó al entrar.
Se llevaron a la niña corriendo. David se quedó ahí, temblando, manchando el suelo limpio con sus manos sucias.
Horas después, llegaron sus padres: un hombre alto de traje caro—Alejandro Rojas, un empresario poderoso—y una mujer deshecha en llanto.
—Usted la trajo —dijo Rojas, mirándole con intensidad—. Los médicos dicen que llegó justo a tiempo. Tiene un problema en el corazón. Si hubiera esperado a la ambulancia… —la voz se le quebró—. Estaría muerta.
La mujer abrazó a David.
—Gracias —susurró.
Rojas sacó un cheque en blanco.
—Dígame cuánto. Un millón. Lo que sea.
David negó.
—No fue por dinero.
Rojas guardó el cheque, impresionado.
—¿Dónde trabaja?
—Trabajaba —susurró David—. Me despidieron por venir.
La cara de Rojas se oscureció. Sacó el teléfono.
—Mañana tendrá noticias mías.
Al día siguiente, una caravana de coches negros llegó a su barrio. Rojas entró en su casa.
—Delgado tenía denuncias pendientes. El taller es mío ahora. Quiero que usted lo dirija. Tres mil euros al mes, seguro médico, y todos mis camiones irán allí.
Carmen gritó de alegría. David no podía creerlo.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque prefirió salvar a una niña que su trabajo. El mundo necesita más gente como usted.
El taller, ahora “Talleres Soriano”, brillaba nuevo. Un día, la niña—Lucía—llegó corriendo y le abrazó.
—¡Tío David!
Delgado, se rumorea, lava coches en la otra punta de la ciudad.
Esa noche, David brindó con su familia y los Rojas. Miró a sus hijos reír y supo algo: a veces, perderlo todo por hacer lo correcto solo deja espacio para ganar lo que mereces.
La bondad no es un negocio. Es una semilla. Y siempre florece.