**El patio de la empresa relucía como un escaparate de lujo**—jardines impecables, paredes blancas reflejando el sol y un suelo de mármol que gritaba el poder de quien mandaba allí. Don Alejandro Martínez, dueño del imperio de jabones y champús “Natura Pura” (siempre recalca lo de *”hechos con plantas, nada de químicos”*), caminaba ajustándose el traje de mil euros. Vanidoso, obsesionado con su imagen y los balances trimestrales, llevaba a su hijo, Lucas, de 9 años, silencioso como siempre. El niño, sordo de nacimiento, seguía a su padre como una sombra.
Al llegar al portón, Don Alejandro se detuvo en seco. *”¡Maldita sea! El informe de ventas…”*, masculló, arreglándose la corbata. Se agachó y le hizo señas rápidas a Lucas: *”Espera aquí. Vuelvo en un minuto”*. El niño asintió, sentándose en un banco de piedra mientras su padre desaparecía tras las puertas de cristal.
Fue entonces cuando apareció **Lucía**. Delgada, descalza, con un vestido tan gastado que el viento jugaba con los hilos. Pero sus ojos negros tenían una chispa: dulzura y una determinación que no cuadraba con su aspecto. Se acercó a Lucas como quien no quiere asustar a un pájaro. El niño, curioso, levantó las manos: *”¿Quién eres?”*.
Lucía sonrió y, para sorpresa de Lucas, respondió en lengua de signos: *”Me llamo Lucía. ¿Puedo sentarme?”*. El niño abrió los ojos como platos. *”¿Sabes signos?”*, preguntó, casi sin creerlo. *”Aprendí para hablar con niños como tú”*, contestó ella, moviendo las manos con gracia. *”No me gusta ver a nadie solo”*.
Hablaron del frío, de las nubes… Hasta que Lucía inclinó la cabeza. *”Tienes algo en el oído”*, señaló. *”¿Puedo ver? No dolerá”*. Lucas dudó, pero algo en su mirada lo convenció. Asintió. Con dedos de hada, Lucía tocó su oído y—¡sorpresa!—sacó una larva retorciéndose entre sus dedos.
En ese preciso instante, Don Alejandro volvió corriendo. *”¡Dios mío! ¿Qué haces?”*, gritó. Pero entonces pasó lo imposible: Lucas, con la mano en el oído, murmuró: *”Pa… pá…”*.
**Fue la primera vez que escuchó su propia voz.**
Don Alejandro se quedó blanco. Lucía, sin inmutarse, lo miró fijo: *”Esos jabones ‘naturales’ que venden están llenos de huevos… como este”*. Antes de que él reaccionara, la niña salió corriendo y se mezcló con la gente.
El empresario se derrumbó. Entre el asco y el milagro, abrazó a Lucas, que lloraba sonidos confusos. **El silencio de años se había roto.**
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**A partir de ahí, la vida de Don Alejandro se volvió un torbellino.** Llevó a Lucas al hospital, donde los médicos confirmaron lo impensable: *”El parásito llevaba años ahí. Causó daños… pero al quitarlo, algo cambió”*.
Peor aún: *”Es compatible con organismos de cosméticos ‘naturales’… como los suyos”*.
Don Alejandro recordó entonces la línea infantil que lanzó apresuradamente, los frascos que regaló a empleados, los que usó Lucas de pequeño… **Él mismo le había robado el oído a su hijo.**
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**Lucía volvió a aparecer** días después, en la puerta de su mansión. *”No fue solo Lucas”*, le soltó. *”Hay más niños con dolores, sordera… por tus productos”*.
Don Alejandro, acostumbrado a resolver todo con cheques, intentó ofrecerle dinero. Ella lo rechazó: *”No vine por eso. Vine para que escuches lo que nunca quisiste oír”*.
Lo llevó a escuelas públicas, albergues… Niños con eccemas, infecciones, llantos nocturnos. Todos usaron “Natura Pura”. **La imagen de lujo se desmoronó como un castillo de naipes.**
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En una nave abandonada de su empresa, Don Alejandro encontró la prueba definitiva: pilas de frascos caducados, líquidos putrefactos… *”Aquí escondían los lotes defectuosos”*, dijo Lucía. Él vomitó entre las cajas.
Esa noche, durmieron en un albergue para niños sordos. En la oscuridad, Lucía le contó su historia: *”Yo también tuve una larva. Una vecina me salvó. Por eso ahora ayudo a otros”*.
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**Al final, Don Alejandro dio un discurso público:** *”He fallado. Renuncio. Convertiré mi empresa en una fundación”*.
Lucía desapareció después, dejando solo una nota bajo la almohada de Lucas: *”Ahora él escucha. Y tú también”*.
**Meses después**, en el mismo patio, Lucas dijo por primera vez: *”Te quiero, papá”*.
Y Don Alejandro, llorando, respondió: *”Yo más, hijo”*.
Por fin, **los dos habían aprendido a escuchar.**