El amor prohibido que escondía un sorprendente secreto familiar

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Me llamo Marina, tengo veintiún años y estoy en mi último año de diseño gráfico. Mis amigos dicen que parezco más madura de lo que soy, quizás porque desde pequeña he vivido solo con mi madre, una mujer fuerte y decidida que nunca se rindió. Mi padre murió joven, y ella no volvió a casarse; trabajó sin parar todos estos años para sacarme adelante.

Una vez, en un voluntariado en Sevilla, conocí a Alejandro, el coordinador del equipo. Era mayor que yo, con unos cuarenta y tantos, pero tranquilo, amable y con una forma de hablar que me hacía sentir escuchada. Al principio solo lo veía como un compañero, pero poco a poco, mi corazón empezó a acelerarse cada vez que lo veía.

Alejandro había vivido mucho: un trabajo estable, un divorcio, pero sin hijos. No hablaba mucho de su pasado, solo decía: “Perdí algo importante, ahora solo quiero vivir con honestidad”.

Nuestro amor creció sin prisas, sin dramas. Él me trataba con un cuidado especial, como si temiera romper algo frágil. Sabía que la gente murmuraba: “¿Qué hace una chica tan joven con un hombre que le dobla la edad?”, pero a mí no me importaba. Con él me sentía en calma.

Un día, Alejandro me dijo: “Quiero conocer a tu madre. No quiero esconder nada más”.

Sentí un vuelco en el estómago. Mi madre era protectora y estricta, pero pensé: si esto es amor de verdad, no hay nada que temer.

Ese día, al llegar a casa en Triana, Alejandro llevaba una camisa blanca y un ramo de claveles rojos, las flores favoritas de mi madre. La encontró regando las macetas en el patio, y en el momento en que nos vio… se quedó tiesa. Antes de que pudiera presentarlos, corrió hacia él y lo abrazó con fuerza, llorando sin control.

“¡Dios mío… es él!”, gritó. “¡Alejandro!”

El aire se volvió espeso. Yo estaba paralizada, sin entender. Mi madre seguía llorando, temblorosa, mientras Alejandro parecía en shock.

“¿Eres… Carmen?”, murmuró él, con la voz quebrada.

Ella asintió, ahogada en lágrimas: “¡Sí! ¡Después de veinte años… estás aquí!”

Mi corazón latía tan fuerte que casi lo escuchaba. “Mamá… ¿conoces a Alejandro?”

Se miraron, dudando. Luego, mi madre se secó las lágrimas. “Marina… tengo que decirte algo. Cuando era joven, amé a un hombre llamado Alejandro… y él está frente a ti”.

El silencio pesó como una losa. Alejandro palideció. Ella continuó: “Yo estudiaba en una escuela de arte en Sevilla, y él acababa de graduarse. Éramos muy felices, pero mi familia se opuso. Dijeron que no tenía futuro. Y después… hubo un accidente. Perdí su rastro. Creí que había muerto.”

Alejandro cerró los ojos. “Nunca te olvidé, Carmen. Cuando desperté en el hospital, estaba en Málaga, sin forma de encontrarte. Volví, pero supe que tenías una hija… y no quise interferir.”

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. “Entonces… ¿yo soy…?”

Mi madre me miró, derrumbándose. “Marina… él es tu padre.”

Ya no había sonidos, solo el roce de las hojas en el jardín. Alejandro retrocedió, desconcertado. “No… no puede ser.”

Todo en mí se vació. El hombre que amaba… era mi padre.

Mi madre me abrazó. “Lo siento… nunca pensé que…”

No pude hablar. Solo lloré, con lágrimas saladas como el mar.

Aquella tarde, los tres nos quedamos sentados, sin palabras. Ya no era una cena para presentar a mi novio, sino el reencuentro de tres almas separadas por el tiempo.

Y yo… encontrando a un padre y perdíendolo como amor, solo supe quedarme en silencio, dejando que el llanto siguiera su curso.

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