El jardinero que descubrió un oscuro secreto y tomó una decisión que lo cambió todo

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El cielo de Madrid aquella mañana estaba teñido de un azul pálido y melancólico, como si la ciudad supiera que algo en la vida de Ricardo Santamaría se había roto para siempre.

Habían pasado apenas tres meses desde que el magnate, fundador de una de las empresas tecnológicas más influyentes de España, se mudara a su nueva mansión en La Moraleja con su flamante esposa, Lucía Delgado, tras un divorcio largo, público y doloroso. La prensa lo cubrió todo: las disputas legales, las fotos robadas, los rumores de infidelidades. Cuando finalmente anunciaron que Ricardo tenía nueva esposa, la narrativa cambió: “El empresario vuelve a encontrar el amor”.

Desde fuera, Lucía era perfecta.

Sonrisa impecable, ropa elegante sin ostentación, encanto en eventos benéficos, declaraciones dulces cada vez que una cámara se acercaba a ella y a los niños: Claudia, de seis años, con sus trenzas perfectas, y Mateo, de dos, aferrado a su osito de peluche.

—Son mi prioridad —había dicho Lucía en una entrevista frente a la mansión, abrazando a Claudia mientras Mateo escondía la cara en su cuello—. Los quiero como si fueran míos.

La ciudad la aplaudió.

Ricardo quiso creerlo.

Lo necesitaba creer.

Después de un matrimonio que se convirtió en una guerra fría, la idea de una mujer que trajera estabilidad y calor al hogar era un bálsamo. Lucía apareció en un congreso de innovación y responsabilidad social, brillante, con opiniones firmes sobre familia. Él cayó sin darse cuenta.

Pero las apariencias no duran mucho cuando cierras la puerta.

Fue Claudia quien dejó caer la primera grieta.

—Papá, ¿te vas otra vez? —preguntó una noche, con voz bajita, agarrando el borde de su chaqueta.

Ricardo, con el maletín en la mano y el chófer esperándolo para ir al aeropuerto, se agachó frente a ella.

—Solo serán dos días, cariño. Tengo reuniones en Barcelona. Lucía estará con vosotros. Todo irá bien.

Claudia dudó. Sus ojos castaños buscaban algo en el rostro de su padre. Luego, como si hubiera decidido algo, asintió, pero no sonrió. Mateo, en brazos de Lucía, chupaba su pulgar en silencio.

—No seas dramática, Claudia —intervino Lucía con tono suave pero afilado—. Tu padre trabaja duro por todos. Ve a terminar los deberes.

Ricardo ignoró el filo en su voz. Lo atribuyó al estrés. Se despidió, besó a los niños, abrazó a Lucía y se fue.

Los dos días se convirtieron en cuatro por retrasos, luego en seis. Cuando regresó, los niños estaban extrañamente callados.

Claudia ya no corrió a sus brazos como antes.

Mateo ya no levantó los brazos pidiendo “upa”.

Solo lo miraron, serios.

—¿Estáis bien? —preguntó él, intentando sonar casual.

—Por supuesto —respondió Lucía con su sonrisa perfecta—. Han estado algo sensibles, pero ya sabes, se adaptan.

Ricardo quiso creerlo otra vez.

Hasta que empezó a notar los detalles.

Claudia se sobresaltaba si alguien alzaba la voz en la tele.

Mateo escondía comida en las servilletas.

Una noche, Ricardo encontró a su hijo sentado en el suelo, con el plato casi intacto.

—Campeón, ¿no tienes hambre?

Mateo negó sin mirarlo.

—Lucía dice que ya comí —susurró.

Ricardo frunció el ceño.

Fue a la cocina. Lucía guardaba tuppers como si fueran piezas de un rompecabezas perfecto.

—¿Mateo no quiere cenar?

—Ya ha cenado —respondió ella sin volverse—. Aprende a no desperdiciar. Tus hijos están malcriados, Ricardo. Tu ex los mimaba demasiado.

La frase le escoció. Apretó la mandíbula, pero no contestó. Esa noche, se quedó despierto revisando correos, con la mente atrapada en las miradas apagadas de sus hijos.

Los días siguientes, la sensación creció.

Claudia caminaba con cuidado, como si el suelo fuera a traicionarla.

Lucía corregía cada gesto.

—No te encorves.

—No hables tan alto.

—No toques eso, lo romperás.

—No llores por tonterías, Claudia, pareces una bebé.

Todo dicho con sonrisa si Ricardo estaba cerca.

Con veneno cuando él se daba la vuelta.

Había otra presencia en la casa que Ricardo comenzó a notar: Sofía.

La joven empleada doméstica había sido contratada poco después de la mudanza. Tendría unos veinticinco años, pelo oscuro recogido en un moño, mirada cálida. Era eficiente, invisible cuando debía, pero sus ojos se suavizaban al mirar a los niños.

Más de una vez, Ricardo la vio darle discretamente a Mateo un poco más de puré. A Claudia, una galleta escondida.

—Come despacio, cielo —le susurraba—. No pasa nada.

Lucía, al sorprenderla, torcía la boca.

—No queremos niños obesos, Sofía —decía con dulzura gélida—. Aquí seguimos dietas equilibradas. Haz solo lo que te pido.

Sofía bajaba la cabeza, pero algo se endurecía en su expresión cuando Lucía se iba.

Ricardo lo veía.

Ricardo empezaba a desconfiar de su propio juicio.

Una noche, escuchó un sollozo ahogado. Eran casi las once. Lucía dormía a su lado, inmóvil, como una estatua.

Ricardo se levantó sin hacer ruido. Siguió el sonido hasta la habitación de Claudia.

La abrió despacio.

Claudia estaba sentada en la cama, abrazando sus rodillas, la cara escondida.

—Clau —susurró él—. ¿Qué pasa, princesa?

Ella levantó la mirada, los ojos rojos. Lo vio. Dudó. Miró hacia la puerta. Como si temiera que alguien escuchara.

—Nada —susurró—. Estoy bien.

—¿Te duele algo? ¿Una pesadilla?

Apretó los labios.

—Lucía dice que no debo molestar —dijo al final, casi sin voz—. Que solo los niños malos lloran.

Ricardo sintió un escalofrío.

—Claudia, nunca eres mala por llorar —dijo, con la voz quebrándose—. Nunca.

Ella lo miró como si no supiera si creerle.

Y eso lo destrozó.

Esa noche, mientras Lucía dormía, Ricardo se quedó en el estudio, a oscuras, mirando el jardín. En el reflejo de la ventana, su propio rostro cansado lo observaba.

Era un hombre que había levantado edificios, comprado empresas, derrotado competidores.

Pero no sabía qué pasaba en su propia casa.

O no quería verlo.

Hasta ahí.

La idea fue tan descabellada que al principio le dio risa amarga.

Luego empezó a tomar forma.

Ricardo tenía recursos, contactos, habilidades. Pero también tenía el peso de ser Ricardo Santamaría: cada movimiento suyo era observado. Si enfrentaba a Lucía sin pruebas, ella podría darle la vuelta. Conocía el sistema. Sabía que las “madrastras perfectas” pueden manipular abogados, jueces, prensa.

Necesitaba la verdad desnuda.

Necesitaba ver.

La mansión tenía un jardín trasero con árboles altos, setos y un cobertizo. Desde allí se veía parte de la planta baja.

Ricardo habló con la única persona de su absoluta confianza: Álvaro Ponce, su abogado de toda la vida, el mismo que le advirtió sobre ciertas cláusulas delRicardo se acercó a la cama de Claudia, la abrazó con fuerza y prometió en un susurro que nunca más permitiría que nadie les robara la luz de sus sonrisas.

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