El sol de media tarde caía sobre el asfalto agrietado de una gasolinera solitaria en las afueras de Alcalá de Henares, un pueblo español donde todos se conocían… excepto cuando llegaba el problema. El aire olía a gasolina y a tortilla de patatas del bar de enfrente. Para la mayoría, era un día normal. Pero para Lucía Mendoza, sería un momento que nunca olvidaría.
Lucía, una madre soltera de 32 años, vivía al día. Su vieja furgoneta azul traqueteaba junto a la bomba número cuatro. Acababa de terminar un doble turno en el bar de la esquina. Su hijo, Mateo, la esperaba en casa con una vecina, y lo único que deseaba era volver con él. Contó las últimas monedas que le quedaban en el bolsillo —apenas suficiente para unos pocos litros de gasolina—.
Sus ojos estaban cansados, pero aún tenían esa fuerza silenciosa que solo las madres que luchan por sus hijos tienen. Estaba pasando su tarjeta por el datáfono cuando tres hombres salieron del supermercado. Hablaban alto, tatuados y con sonrisas burlonas, ya parecían problemas antes de abrir la boca.
—Oye, cariño —dijo uno con sorna—, ¿necesitas ayuda con ese cacharro?
Lucía bajó la mirada. —No, estoy bien, gracias.
Eso fue suficiente. Se rieron y se acercaron en círculo. Uno dio una patada al parachoques, otro intentó agarrar su bolso. —Venga, no seas tímida —se burló uno—, solo queremos hablar.
Sus manos temblaban. Miró a su alrededor: la gasolinera estaba vacía. Su corazón latía con fuerza. —Por favor, dejadme en paz —susurró.
El más alto le agarró el brazo. —¡No te vayas cuando te estoy hablando!
Lucía se soltó de un tirón, retrocediendo contra la furgoneta. El pánico le subía por la garganta. Entonces, lo escuchó: un rugido bajo, lejano, que se hacía más fuerte cada segundo. Los matones se quedaron quietos, frunciendo el ceño.
De entre el calor del asfalto surgió el sonido de una docena de motos. El cromo brillaba bajo el sol mientras entraban, una tras otra, como una tormenta sobre ruedas. El suelo temblaba bajo sus ruedas.
El líder, un hombre corpulento con canas en la barba y un chaleco de cuero negro con el emblema de los Ángeles del Infierno, bajó de su Harley y se quitó las gafas de sol. Sus ojos fríos escrutaron la escena.
—¿Todo bien, señora? —preguntó, con voz tranquila pero llena de autoridad.
Los matones se callaron. Los hermanos del líder se colocaron a su lado, formando un semicírculo alrededor de Lucía. Los tipos cambiaron miradas nerviosas—se les había acabado la valentía.
—N-no pasa nada, señor —murmuró uno, retrocediendo.
El líder lo miró fijamente. —No tenía esa pinta.
No hizo falta decir más. En segundos, los tres cobardes corrieron hacia su coche, quemando rueda al salir de la gasolinera.
Lucía exhaló temblorosa, con lágrimas en los ojos. Los motoristas no se movieron. Solo permanecieron allí, en guardia, silenciosos y atentos, como ángeles guardianes con chaquetas de cuero.
Fue entonces cuando Lucía entendió que la bondad puede rugir más fuerte que la crueldad.
Cuando el peligro desapareció, el líder se dirigió a ella. —Estás a salvo, señora. ¿Estás bien?
Lucía asintió, con la voz quebrada. —Sí… gracias. No sabía qué hacer.
Él le dio un gesto tranquilizador. —No tienes que agradecernos nada. No nos quedamos de brazos cruzados cuando la gente buena sufre.
Los bikers se movieron alrededor de su furgoneta, revisándola al notar que tosía. Uno de ellos —un hombre calvo con las manos manchadas de grasa— ajustó una conexión suelta y le echó un poco de aceite de su alforja. Otro le tendió unos billetes doblados.
Lucía abrió los ojos. —No puedo aceptar esto.
—Puedes —dijo el líder con firmeza—. Llámalo un favor de la carretera.
No supo qué decir. Durante años, su vida había sido una cuesta arriba—compatibilizar el trabajo, las facturas y la maternidad en solitario. Había aprendido a esperar lucha, no bondad. Y ahora, unos desconocidos —hombres de apariencia ruda que la sociedad solía temer— le mostraban más compasión que la mayoría.
El líder esbozó una media sonrisa. —Eres fuerte. Sigue así. Tu hijo tiene suerte de tenerte.
A Lucía se le cortó la respiración. —¿Cómo sabías que tengo un hijo?
Él se encogió de hombros. —Tienes pinta de madre que lucha por alguien. He visto esa mirada antes.
Los motores arrancaron de nuevo, uno tras otro, una sinfonía de potencia y libertad. Antes de irse, el líder le entregó una tarjeta con un número de teléfono escrito. —Si alguien te molesta otra vez, llama a este número. No importa dónde estés.
Luego, con un gesto del líder, los Ángeles del Infierno salieron de la gasolinera, desapareciendo por la carretera entre el rugido de los motores y el polvo.
Lucía se quedó allí mucho rato después, con los billetes en una mano y la tarjeta en la otra. Había llegado a esa gasolinera sintiéndose impotente, pero se fue sabiendo qY desde ese día, cada vez que escuchaba el rugido de una moto en la distancia, Lucía sonreía, recordando que en el mundo aún quedaban ángeles con ruedas. .