Hacía ya casi seis años que Lucía Delgado trabajaba como niñera en Madrid, pero nada la había preparado para lo que descubriría en la casa de los Mendoza. Al principio, todo parecía perfecto: la elegante vivienda, los padres amables y, sobre todo, el alegre niño de nueve meses llamado Javier. Su madre, Sofía, pasaba largas jornadas trabajando como agente inmobiliaria, mientras que su padre, Álvaro, era ingeniero informático y solía trabajar desde casa.
Las primeras semanas transcurrieron sin incidentes. Lucía adoraba a Javier; sus risitas llenaban la silenciosa casa, y tenía el temperamento más tranquilo que había visto en un bebé. Sin embargo, pronto comenzó a notar detalles que no encajaban. Cada vez que le cambiaba el pañal, aparecían pequeñas marcas rojizas en sus muslos. Al principio, pensó que sería irritación o quizá el pañal demasiado ajustado. Pero aquellas marcas no parecían normales; tenían formas extrañas, casi como huellas digitales.
Se lo comentó con delicadeza a Sofía una tarde. Ella pareció genuinamente sorprendida, incluso preocupada, y prometió consultarlo con el pediatra. Sin embargo, la semana siguiente, Lucía volvió a encontrar nuevas marcas, esta vez en otro lugar. El patrón era demasiado raro para ignorarlo.
Luego estaban los ruidos. Mientras Javier dormía la siesta, solía escuchar pasos en el piso de arriba, a pesar de que Álvaro decía estar trabajando en su estudio del sótano. Una vez, al subir a comprobar cómo estaba el niño, escuchó el leve chasquido de una puerta cerrándose… desde dentro de la habitación.
Su inquietud se convirtió en angustia. Una mañana, tras descubrir otra marca —esta vez un pequeño moretón—, tomó una decisión. Compró una minúscula cámara disimulada como un ambientador y la colocó en un rincón del cuarto infantil.
Durante dos días, no ocurrió nada fuera de lo común. Pero en la tarde del tercer día, mientras Javier dormía, revisó las imágenes en su teléfono. Sus manos comenzaron a temblar al pulsar el botón de reproducción.
Los primeros minutos mostraban solo al bebé durmiendo. Luego, la puerta se abrió con un chirrido lento, silencioso. Una figura entró. Lucía se quedó helada. No era Sofía. Tampoco era Álvaro. Era alguien completamente distinto, una persona que nunca antes había visto.
El aliento se le cortó cuando la desconocida se inclinó sobre la cuna.
Era una mujer de unos cincuenta y tantos años, vestida con un traje de flores descolorido. Sus movimientos eran cuidadosos, casi tiernos, mientras acariciaba la cara de Javier. Entonces, para horror de Lucía, la mujer desabrochó el body del niño y le apoyó algo frío y metálico sobre la piel. El pequeño gimió suavemente, pero no lloró.
Su primer instinto fue correr de vuelta a la casa, pero se obligó a seguir viendo. La mujer se movía por la habitación como si la conociera de memoria. Tomó el chupete de Javier, lo olió y sonrió levemente, como si reviviera un recuerdo. Susurró algo que el micrófono apenas captó: “Te pareces tanto a él”.
Aquel día, Lucía no pudo dormir. Su mente repasaba todas las posibilidades: una vecina con llave, una pariente desconocida, una intrusa con problemas mentales. Pero a la mañana siguiente, Álvaro comentó, como si nada, que trabajaría hasta tarde, y Sofía estaría en una visita con clientes hasta medianoche. El momento le resultó… extraño.
Decidió enfrentarse a ellos, pero no sin antes colocar dos cámaras más: una en el pasillo y otra frente a la puerta principal.
Al revisar las nuevas grabaciones al día siguiente, la verdad se volvió aún más inquietante. La misteriosa mujer apareció de nuevo, pero no había entrado por la puerta ni el pasillo. Surgió desde el sótano.
La sangre de Lucía se heló. El sótano era el espacio de trabajo de Álvaro. Siempre le había insistido en que era “zona restringida” por sus proyectos confidenciales. Pero ahora parecía esconder algo mucho más oscuro.
Al día siguiente, cuando Álvaro salió a hacer la compra, Lucía bajó sigilosamente. El aire era húmedo, con un leve olor metálico. Al fondo, encontró una puerta cerrada con un pequeño teclado. Notó arañazos alrededor de la cerradura, como si alguien hubiera intentado abrirla desde dentro.
Retrocedió rápidamente, con el corazón desbocado. Esa misma tarde, llamó de manera anónima a la policía, denunciando un posible intruso.
Cuando los agentes llegaron, Álvaro se mostró tranquilo, incluso colaborador. Les permitió registrar la casa, incluido el sótano. No encontraron nada. La puerta cerrada, según él, conducía a un trastero viejo. Introdujo el código y la abrió: estantes vacíos, polvo y un leve olor a lejía.
La policía se marchó. Lucía se sintió humillada, pero algo no encajaba. ¿Por qué había desaparecido la mujer sin dejar rastro? ¿Por qué seguían apareciendo marcas en la piel de Javier?
Así que dejó las cámaras grabando. Y dos noches después, por fin descubrió la verdad.
Las imágenes comenzaron como siempre: el cuarto en silencio, Javier durmiendo plácidamente. Entonces, desde una esquina del marco, la puerta del sótano se abrió de nuevo. Apareció la misma mujer, con la mirada vidriosa y movimientos mecánicos.
Pero esta vez, Álvaro la seguía.
Lucía contuvo un grito. En la grabación, Álvaro hablaba en voz baja, guiando a la mujer del brazo. “Tranquila, mamá”, susurró. “Solo un minuto”.
Mamá.
La revelación la golpeó como un puño. Aquella mujer no era una desconocida, sino la madre de Álvaro. Más tarde, los registros policiales confirmarían que era Carmen Mendoza, una ex enfermera psiquiátrica desaparecida hacía cinco años tras ser diagnosticada con demencia severa. Álvaro había dicho a todos que había fallecido en una residencia.
Pero no era cierto. La había estado escondiendo en el sótano.
Las imágenes mostraban a Álvaro abriendo la puerta del sótano y conduciendo a su madre de vuelta después de que esta tocara al bebé. Antes de bajar, Carmen miró fijamente a la cámara, como si supiera que estaba allí. “Se parece a mi pequeño Álvarito”, murmuró. “No dejes que se lo lleven”.
Al día siguiente, Lucía entregó el vídeo a la policía. En cuestión de horas, los agentes regresaron con una orden de registro. Tras una falsa pared en el sótano, descubrieron un pequeño espacio habilitado: una cama, fotos antiguas y suministros médicos. Carmen estaba allí, asustada y confundida, pero ilesa.
Álvaro confesó que no había podido soportar internar a su madre cuando su salud mental comenzó a deteriorarse. La había mantenido oculta durante años, convenciendo a Sofía de que había fallecido. Carmen se colaba arriba a través de un antiguo pasillo de servicio para ver a su nieto cuando Álvaro no la vigilaba, hasta que las cámaras de Lucía lo revelaron todo.
La historia se extendió rápidamente por el vecindario. Sofía presentó una demanda de separación poco después, y Álvaro enfrentó cargos por privación ilegal de libertad y obstrucción a la justicia. Lucía dejó la casa de los Mendoza para siempre, pero conservó la pequeña cámara ambientador en su cajón, un recordatorio del día en que su instinto salvó a un niño y sacó a la luz un secreto enterrado a plena vista.