El millonario llega antes a casa y casi se desmaya al ver lo que encuentra. Pablo Gutiérrez nunca se había sentido tan perdido como en estos últimos meses. El exitoso empresario, dueño de una de las constructoras más importantes de Madrid, descubrió que todo su dinero no servía para sanar el corazón roto de su hija de tres años.
Decidió salir antes de su reunión con los inversionistas chinos. Algo en su interior lo empujaba hacia casa, una intuición que no entendía. Al abrir la puerta de la cocina de su mansión en La Moraleja, tuvo que agarrarse del marco para no caerse.
Su hija Martina estaba subida en los hombros de la asistenta, las dos cantando una canción infantil mientras lavaban los platos juntas. La niña reía con una alegría que él no veía desde hacía meses. “Ahora frota bien aquí, cariño”, le decía Lucía, la empleada, guiando sus manitas. “Qué lista eres, cielo.” “Tía Luli, ¿puedo hacer pompas con el jabón?”, preguntó Martina con una vocecita que Pablo creía haber perdido para siempre.
El empresario sintió cómo le flaqueaban las piernas. Desde que Sandra falleció en un accidente de tráfico, Martina no pronunciaba ni una palabra. Los mejores psicólogos infantiles de España aseguraban que era normal, que la niña necesitaba tiempo. Pero allí, en esa cocina, hablaba con naturalidad, como si nada hubiera pasado.
Lucía lo vio y casi deja caer a la niña. “Señor Gutiérrez, no esperaba verle…”, comenzó a explicarse, nerviosa. “¡Papá!”, gritó Martina, pero enseguida se encogió, como si hubiera hecho algo malo. Pablo salió corriendo hacia su despacho, cerrando la puerta de golpe. Las manos le temblaban mientras servía un whisky.
Aquella escena lo perturbaba. ¿Cómo había logrado esa joven en meses lo que él no conseguía? ¿Por qué su hija hablaba con la empleada y con él no? Querido lector, si estás disfrutando esta historia, no olvides dejar tu apoyo.
Al día siguiente, Pablo fingió ir al trabajo como siempre, pero estacionó el coche a unas calles y volvió a casa a pie. Necesitaba entender qué pasaba en su propia casa. Entró por la parte trasera y subió directamente a su estudio, donde instaló rápidamente unas pequeñas cámaras que había comprado.
Durante toda la semana, salió antes del trabajo para revisar las grabaciones. Lo que descubrió lo dejó aún más impactado. Lucía Álvarez, de solo 25 años, transformaba cada tarea del hogar en un juego educativo. Hablaba con Martina sobre todo, desde los colores de la ropa que doblaban hasta los ingredientes de la comida que preparaban.
“Mira, cariño, ¿cuántos tomates tenemos aquí?”, preguntaba Lucía mientras cortaba las verduras. “Uno, dos, tres… ¡cinco!”, respondía Martina, aplaudiendo. “¡Muy bien! ¿Y sabes por qué el tomate es rojo? Porque tiene un nutriente que nos ayuda a estar fuertes y sanos.” Pablo veía esas escenas con una mezcla de gratitud y envidia.
Gratitud porque su hija se estaba recuperando. Envidia porque él no sabía crear esa conexión que parecía tan natural entre ellas. Las grabaciones también revelaron algo inquietante. Doña Pilar Sánchez, la ama de llaves que llevaba en la casa desde hacía 20 años, observaba a Lucía con desconfianza.
La mujer de 65 años, que lo había criado a él mismo, claramente desaprobaba los métodos de la joven. “Lucía, estás sobrepasándote”, la oyó decir Pablo en una grabación. “No te contrataron para educar a la niña, sino para limpiar.”
“Doña Pilar, solo intento ayudarla”, respondió Lucía con calma pero firmeza. “Martina es una niña especial.” “Especial o no, no es asunto tuyo. Haz tu trabajo y punto.” La tensión era evidente, incluso a través de la pantalla. Pablo comprendió que dos mundos chocaban en su casa, y él estaba en medio de una guerra silenciosa.
El jueves de esa semana, recibió una llamada que lo cambió todo. Era de la directora de la guardería a la que Martina acababa de empezar a ir. “Señor Gutiérrez, tengo una noticia maravillosa”, dijo la maestra Ana López. “Hoy Martina jugó con otros niños y contó cómo ayuda a ‘la tía Luli’ en casa.”
Pablo soltó los papeles que tenía en las manos. “¿Cómo dice?” “Dijo que aprende a cocinar, que arreglan cosas juntas, que Lucía le cuenta cuentos de princesas valientes. Es increíble el cambio en ella. ¿Han probado algún tratamiento nuevo?” “No… no exactamente”, tartamudeó Pablo.