El brutal engaño y la espectacular venganza que dejó a todos sin palabras

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La sangre resbalaba por la frente de Lucía Martínez mientras se arrastraba por el suelo de mármol, agarrándose las costillas con fuerza. El hombre que debía amarla —su esposo, Álvaro— se alzaba sobre ella, empuñando un bate de béisbol teñido de rojo.

—No vales nada —escupió él, con los ojos fríos como el acero—. Claudia merece mucho más de lo que tú podrías darle jamás.

Claudia —su amante—, la mujer que le había convencido de que Lucía era un obstáculo en su vida.

Esa noche, Álvaro cruzó el límite. Lucía se negó a firmar los papeles para traspasar la casa a su nombre, y en un arrebato de ira, él no dudó en golpearla. Los vecinos oyeron los gritos, pero nadie se atrevió a intervenir —Álvaro era un hombre influyente en el pueblo, y todos le temían—. Cuando todo terminó, Lucía yacía inconsciente, su cuerpo magullado, su alma hecha pedazos.

Pero Álvaro cometió un error imperdonable: olvidó quién era realmente Lucía Martínez. Olvidó que sus tres hermanos —Javier, Diego y Adrián Martínez— no eran simples hermanos protectores. Eran los directores generales de tres de las empresas más poderosas del país.

Cuando Javier recibió la llamada del hospital, su voz se volvió gélida.

—¿Quién ha hecho esto a mi hermana? —preguntó a la enfermera. En el instante en que ella murmuró el nombre, no pronunció ni una palabra más.

En cuestión de horas, tres jets privados despegaron desde Madrid, Barcelona y Valencia, todos con un mismo destino: el pequeño pueblo donde Álvaro creía que era intocable.

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