Las luces de neón del centro de Madrid brillaban contra el cielo nocturno, donde los rascacielos de cristal se alzaban como monumentos de ambición. En uno de ellos, sentado tras un ventanal, estaba Enrique López, un hombre de cuarenta y dos años que lo tenía todo—dinero, poder, influencia. Pero mientras contemplaba la ciudad que nunca parecía dormir, Enrique comprendió que faltaba algo: un heredero. Un legado de sangre y apellido que ni sus millones podían comprar.
Lo había intentado con el matrimonio—dos veces. Ambos fracasaron bajo el peso de las expectativas y las traiciones. Enrique concluyó que el amor no era más que una ilusión frágil, un juego que siempre terminaba en pérdida. Pero un hijo—eso era distinto. Un hijo era inversión, continuidad. Y a diferencia del amor, esto podía controlarse, planearse, ejecutarse como cualquier otro negocio.
A la mañana siguiente, Enrique se deslizó en su coche deportivo, los asientos de cuero crujiendo bajo él, y condujo por las bulliciosas calles de Madrid. Su mente no estaba en los árboles que bordeaban las avenidas ni en los carteles de marcas de lujo. Estaba en cómo encontrar a alguien dispuesta a tener un hijo para él. Alguien sin ataduras emocionales, sin complicaciones. Solo un contrato.
Detenido en un semáforo cerca del centro, algo llamó su atención. En la esquina, una joven estaba sentada en el suelo, dibujando en un trozo de papel arrugado. Tenía el pelo castaño despeinado y los ojos azules que brillaban bajo el cansancio. Parecía invisible para los demás transeúntes, pero Enrique la vio. ¿Quién dibuja en la acera como si el mundo no existiera?, pensó con amargura. Cuando el semáforo cambió, siguió adelante, pero la imagen de ella inclinada sobre su dibujo no lo abandonó. Con un gruñido de frustración, giró el volante y regresó.
Ella seguía allí, ahora apoyando el papel contra la pared. Enrique detuvo el coche y bajó la ventana polarizada. “Eh, tú. Ven aquí”.
La joven alzó la cabeza, desconfiada, estudiando al hombre trajeado tras el volante. Dudó.
“No te lo estoy pidiendo”, dijo Enrique con firmeza. “No tengo todo el día”.
Lentamente, se acercó. De cerca, su delgadez era evidente, la ropa gastada, pero su postura mantenía una dignidad silenciosa. “¿Qué quieres?”, preguntó, voz baja pero firme.
“Sube. Hablaremos en otro sitio”.
Ella soltó una risa seca. “No soy una de esas. Si es lo que piensas”.
Enrique apretó la mandíbula. “No seas ridícula. Solo quiero hablar. Sube o vuelve a la acera”.
La duda persistió, pero la autoridad en su tono dejaba poco margen para negarse. Subió.
El silencio en el coche era denso mientras Enrique conducía hasta una cafetería tranquila. Se sentaron en una esquina, el murmullo de las conversaciones alrededor. Él estudiaba su rostro bajo la luz tenue.
“¿Cómo te llamas?”, preguntó.
“Lucía Martín”, respondió secamente. “¿Y por qué te importa?”
“Porque necesito saber con quién trato. Dime, Lucía—¿por qué te sientas en la acera a dibujar como si nada más existiera?”
Ella se encogió de hombros, evitando su mirada. “¿Qué más puedo hacer? No tengo a dónde ir. Lo perdí todo. Pero eso no es asunto tuyo”.
Enrique se inclinó hacia adelante. “Entonces iré al grano. Quiero hacerte una oferta. Algo que podría cambiar tu vida”.
Sus ojos se estrecharon. “¿Y qué sería eso?”
“Quiero que tengas un hijo para mí”.
Lucía parpadeó, convencida de haber oído mal. “¿Estás de broma?”
“Lo digo en serio. Cubriré todos tus gastos, te daré apoyo durante el embarazo, y cuando termine, recibirás suficiente dinero para no volver a preocuparte por sobrevivir en la calle”.
Lucía soltó una risa sin humor, cruzando los brazos. “Estás loco. ¿Qué clase de hombre le ofrece esto a una desconocida?”
“El tipo de hombre que sabe exactamente lo que quiere. No busco amor, Lucía. Ni drama. Solo un hijo. Así de simple”.
Ella lo miró fijamente, sus palabras resonando en su cabeza. La audacia de la propuesta la dejó temblorosa. Pero tras su mirada fría había una determinación que no podía ignorar. Esto no era una broma.
“Esto es una locura”, susurró. “Ninguna mujer en sus cabales aceptaría”.
Enrique no se inmutó. “Ninguna mujer en tu posición lo rechazaría”.
Las palabras le golpearon como un puño. Por mucho que quisiera despreciarlo, la verdad la arañaba. Él le ofrecía comodidad, estabilidad, una salida al hambre y al frío. ¿Pero a qué precio?
“¿Y después?”, preguntó finalmente. “¿Qué pasará cuando nazca el bebé?”
“Recibirás una suma considerable. Suficiente para empezar de nuevo. Sin ataduras. Serás libre”.
Ella se burló con amargura. “¿Y cómo sé que no cambiarás de idea y me arrastrarás a los tribunales?”
“Soy un hombre de negocios. No hago tratos sin asegurarme de que todos ganan. Tendrás un contrato legal. Ninguno podrá cambiar los términos después”.
El silencio se extendió entre ellos mientras Lucía absorbía sus palabras. La voz de su madre resonaba en su cabeza: Las oportunidades solo llaman una vez. ¿Pero qué clase de oportunidad era esta?
Cuando al fin habló, su voz era firme. “Necesito tiempo para pensarlo”.
Enrique se levantó, abrochando su chaqueta. “Tienes veinticuatro horas. Después, la oferta desaparece”.
Salió, dejándola desgarrada entre la desesperación y la dignidad.
Esa noche, bajo el cielo nublado de Madrid, Lucía se acurrucó en un banco del parque, mirando las estrellas. Al día siguiente volvería el hambre, la invisibilidad, a menos que aceptara. Pero dentro de ella, la idea de entregar a un hijo—su hijo—le corroía el alma.
Mientras, Enrique estaba en su despacho de ático, el contrato sobre la mesa, redactado con precisión por sus abogados. Odiaba esperar, pero estaba seguro. Si Lucía rechazaba, otra aceptaría. Pero algo en ella—la artista con fuego en la mirada—se le había quedado grabado.
Al día siguiente, el interfono sonó. “Sr. López, Lucía Martín está aquí”.
Su pulso se aceleró más de lo esperado. “Que suba”.
Minutos después, ella estaba en su puerta. Sus ojos estaban cansados, pero su voz era firme.
“Acepto”.
Enrique la estudió, buscando vacilación, pero no había ninguna. Señaló la mesa. “Entonces hagámoslo oficial”.
El contrato era claro. Enrique proveería casa, comida, atención médica y compensación. A cambio, ella renunciaría a todos los derechos sobre el niño. Lucía firmó con un trazo rápido, sellando un pacto que cambiaría sus vidas para siempre.
Y así comenzó—el acuerdo más inusual, bajo el telón de fondo de la riqueza madrileña. Pero ninguno de los dos sabía que este frío contrato se convertiría en algo mucho más peligroso, mucho más humano, de lo que habían imaginado.
Al día siguiente, Laura, la jefa de personal de Enrique, llegó con una carpeta y una sonrisa medida. Tenía la eficiencia tranquila de quien sabe evitar el caos en la vida de un multimillonario.
“Sra. Martín, soy Laura. Me aseguraré de que tenga todo lo necesario”, dijo, entregándole una tarjeta magnética y una lista de citas médicas. “Tenemos consultas programadas en el Hospital La Paz. El mejor equipo de medicina materno-fetal”.
Lucía pasó el dedo por el borde de la tarjeta. La idea de que una puerta—cualquier puerta—se abriera para ella parecía irreal.
“Gracias”, dijo.
“AdY así, entre noches sin dormir y risas que llenaban cada rincón de la casa, Enrique y Lucía descubrieron que la familia no se construye con contratos, sino con los días comunes tejidos de paciencia, café por las mañanas y pequeñas manos que aprenden a agarrarse a la vida con la misma fuerza con la que ellos se aferraron el uno al otro.