Él me tiró vino en la cena y su madre se rió… pero no esperaban mi venganza

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Cuando Lucía Mendoza se casó con Javier Arroyo, creyó que entraba en una vida de amor y compañía. Javier era encantador durante su noviazgo —atento, amable y lleno de promesas. Pero todo cambió en cuanto regresaron de su luna de miel.

Su madre, Carmen, dejó claro que Lucía no estaba a la altura de su único hijo. Criticaba todo —su cocina, su ropa, incluso su forma de hablar.

—Ni siquiera sabes freír un huevo bien —se burló Carmen una mañana—. Mi hijo merece alguien mejor.

Lucía apretó los labios y no dijo nada. Javier, en lugar de defenderla, se encogió de hombros y dijo con frialdad: —Mamá tiene razón, Lola. Deberías esforzarte más.

A partir de entonces, la humillación fue parte de su vida diaria. Cocinaba, limpiaba y lavaba como una sirvienta, pero nunca era suficiente. Las palabras afiladas de Carmen dolían cada día más, y la indiferencia de Javier era peor que cualquier insulto.

En las cenas familiares, Lucía permanecía en silencio mientras ellos dos se mofaban de ella. —Es tan callada —comentaba Carmen—. Seguro porque no tiene nada inteligente que decir.

Javier reía, sin darse cuenta de que cada risa desgastaba el amor que Lucía sentía por él.

Una noche, durante una gran celebración familiar, todo llegó a su límite. Lucía apenas había probado su copa cuando Carmen se puso de pie y dijo en voz alta: —Cuidado, Lucía. Si bebes más, volverás a avergonzar a mi hijo como la última vez.

Todos rieron. Lucía se sonrojó de vergüenza. —Solo he tomado medio vaso —murmuró.

Javier golpeó su copa contra la mesa. —¡No le contestes a mi madre! —gritó. Luego, para horror de Lucía, tomó su vino y lo vertió sobre su cabeza delante de todos.

El silencio invadió la habitación. El vino escurría por su pelo hasta su vestido.

Carmen sonrió con suficiencia. —Quizá así aprendas a respetar.

Lucía los miró —a su marido, a su suegra, a la gente que reía de su humillación— y algo dentro de ella se rompió.

Se levantó, se secó el vino del rostro y dijo con calma: —Os arrepentiréis de esto.

Sin otra palabra, salió del restaurante, dejándolos atónitos.

Lucía no regresó a la casa que compartía con Javier. En su lugar, tomó un tren nocturno y llegó a una mansión con rejas —la casa de su padre.

Su padre, Andrés Mendoza, era un conocido empresario e inversor, un millonario hecho a sí mismo que siempre había adorado a su hija. Cuando Lucía se casó con Javier, había decidido no hablar de la fortuna familiar, deseando construir un matrimonio basado en el amor, no en el dinero.

Cuando el mayordomo abrió la puerta y la vio empapada y temblando, corrió a llamar a Andrés. Al instante, su padre apareció, horrorizado.

—¿Lucía? —dijo con la voz quebrada—. ¿Qué te ha pasado?

En ese momento, ella se derrumbó. Entre lágrimas, le contó todo: los insultos, la crueldad, la humillación.

Los ojos de Andrés se oscurecieron. —¿Te han tratado así?

—Sí —susurró—. Y yo lo permití.

Él tomó su mano. —Ya no más. AhY así, mientras Javier y Carmen perdían su posición y orgullo, Lucía construyó un imperio donde su dignidad era su mayor triunfo.

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