Llegó antes a casa esperando risas, pero solo escuchó un débil susurro: ‘Por favor, estoy cansado’

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**Un Padre, un Niño y una Casa Demasiado Silenciosa**

La casa solía sonar diferente.

Antes del hospital, antes de que dejaran de llegar las bandejas de comida y las tarjetas de pésame se convirtieran en facturas, antes de que Adrián aprendiera lo solitario que puede ser un tablero de arquitecto a las 2:17 de la madrugada, había risas—brillantes, pegajosas, cotidianas. Vivían en los pasillos, se aferraban a la puerta de la nevera, y las tablas del suelo conocían el peso y el ritmo de una carrera infantil.

Después de que Clara muriera, la casa olvidó su guión.

Algunas tardes, el silencio era demasiado denso; otras noches, el silencio crecía tanto que parecía clima. Adrián Méndez, treinta y ocho años, experto en resolver problemas sobre papel, descubY entonces, entre el olor a canela recién horneada y el eco de una melodía desafinada al piano, Adrián comprendió que el verdadero hogar no se construía con planos, sino con abrazos que curaban más que el tiempo.

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