Se burlaron de su maquillaje… hasta que vieron su insignia: ‘FRANCOTIRADORA DE ÉLITE’

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**Diario de un Soldado**

Ella entró en las instalaciones de entrenamiento de los BOEL (Boinas de Operaciones Especiales del Levante) con un carmín rojo perfecto y solo llevando una bolsa de tiro. Los operadores en la fila soltaron una carcajada. «¿Se te perdió alguna influencer?», murmuró uno. Ella no dijo nada, solo se ajustó la gorra. En ese momento, el jefe de tiro que pasaba vio un pequeño parche en su chaqueta: «TIRO DE ÉLITE». Todo cambió en un instante.

El sol de la mañana en Valencia alargaba las sombras sobre el sendero de hormigón que llevaba al Centro de Entrenamiento de Operaciones Especiales de Cartagena. Aunque eran solo las 0700, el aire húmedo arrastraba el aroma salobre del Mediterráneo mezclado con el olor acre de la pólvora de los campos de tiro cercanos. Aquí era donde los mejores guerreros de España venían a demostrar su valía, donde unos milímetros marcaban la diferencia entre el éxito y el fracaso.

Las instalaciones bullían con la energía habitual del amanecer. Los operadores del BOEL realizaban sus rutinas con eficiencia, sus conversaciones mezclaban discusiones tácticas y bromas campechanas. Era el día de las pruebas de precisión, donde solo los mejores avanzarían al entrenamiento de francotirador.

En la fila, fuera del Campo 7, un grupo de operadores curtidos esperaba su turno para disparar a blancos a mil metros. No eran reclutas novatos, sino veteranos con múltiples misiones, hombres que habían ganado su lugar con sangre, sudor y horas interminables de entrenamiento. Su equipo estaba gastado pero impecable, su actitud segura pero no arrogante. Sabían que eran buenos porque lo habían demostrado donde importaba.

Entonces apareció ella.

Lucía Mendoza pasó la verja con una serenidad que no necesitaba anunciarse. Llevaba pantalones tácticos y una chaqueta negra ajustada, su pelo moreno recogido en una coleta reglamentaria. Sus botas, usadas pero bien cuidadas, delataban a alguien acostumbrado al terreno. Todo en su aspecto era profesional, excepto el carmín.

Un rojo intenso, aplicado con precisión, que destacaba como una antorcha en un mundo de pintura de camuflaje. Llevaba solo una bolsa al hombro, caminando con la seguridad de quien sabe exactamente a dónde va.

Los BOEL la vieron al instante.

«¿Te has perdido, señorita?», dijo el Suboficial Mayor Álvaro Navarro, con tono más burlón que hostil. «El aparcamiento de visitantes está en la entrada principal.»

Lucía se detuvo, dejó su bolsa en el suelo y sacó unos papeles del bolsillo. «Lucía Mendoza, contratista civil. Tengo reserva de campo a las 0730.»

Las risas empezaron como un murmullo y crecieron como una ola.

«¿Reserva de campo?», dijo el Cabo Primero Diego Roldán, sonriendo. «¿Vas a grabar un tutorial de maquillaje?»

«O quizá fotos para Instagram», añadió otro. «Unas fotos tácticas con el carmín y todo.»

Lucía no reaccionó. Revisó sus papeles brevemente, los guardó y esperó en silencio.

«En serio», continuó Navarro, más formal, «esto es una instalación militar restringida. Las pruebas de precisión son solo para personal en activo. No sé quién aprobó tu acceso, pero debe de haber un error.»

El grupo asintió. Aquel era su territorio, su prueba, su hermandad. Que alguien de fuera, mucho menos con carmín, pretendiera entrar les parecía absurdo.

Lucía se apartó y esperó junto a la pared, a la sombra. Abrió su bolsa brevemente, revisó el contenido y la cerró. Sus movimientos eran medidos, sin perder un gesto.

«Que espere todo lo que quiera», susurró Roldán. «Pero no van a dejar que una civil dispare con nosotros. Menos así…», hizo un gesto hacia ella.

Lo que no vieron fue al Suboficial Jefe Emilio «Toro» Garrido acercarse desde la oficina. Con quince años dirigiendo programas de tiro, había entrenado a francotiradores para tres unidades distintas. Su rostro curtido denotaba décimas mirando por miras de rifle, y su reputación para reconocer talento era legendaria.

Mientras se acercaba, notó algo en la chaqueta de Lucía: un pequeño parche en el cuello que casi nadie veía. Dos fusiles cruzados bajo una mira telescópica, con letras diminutas: «TIRO DE ÉLITE, DIVISIÓN DE PRECISIÓN». Un parche que solo unos pocos en España llevaban.

Se detuvo en seco.

Esa insignia no era militar. No se compraba en una tienda. La emitía una organización muy concreta, donde los disparos más difíciles los hacían personas cuyos nombres nunca aparecían en los registros. La mujer que esperaba contra la pared no era una civil cualquiera. Era una fantasma de las operaciones más oscuras, y sus hombres llevaban diez minutos riéndose de ella.

«Antes de continuar», dijo Garrido con calma, «necesitamos hablar.»

Los operadores se quedaron quietos, sintiendo el peso de su error antes incluso de entenderlo.

**Reflexión final:**

A veces juzgamos por lo que vemos, no por lo que vale la persona. En este oficio, el respeto no se exige, se gana. Y hoy, esos hombres aprendieron que el verdadero talento no siempre lleva uniforme. Aprendieron que subestimarla fue su primer error.

Y el último.

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