**Diario Personal**
Hoy ocurrió algo que me partió el corazón. Una niña pequeña se acercó a mi mesa en el bar y, con los ojos llenos de lágrimas, me suplicó que enseñara a su padre a montar en moto.
“Llora todas las noches desde que el accidente le arrebató las piernas”, susurró.
Luego volcó su hucha sobre la mesa pegajosa: 4,73 euros en monedas de uno y dos céntimos se esparcieron frente a mí.
“Pero antes de que yo naciera, él competía en carreras, y pensé que quizás…”, dejó la frase en el aire mientras las lágrimas caían. Su padre esperaba fuera en su silla de ruedas, demasiado orgulloso para entrar y ver a su hija rogándole ayuda a un motorista.
A través del cristal, lo vi hundido en su silla, mirando mi Harley con una nostalgia capaz de romper cualquier corazón. Tendría unos treinta y cinco años, pelo corto militar, las prótesis asomando bajo sus pantalones. Su niña se había escapado mientras él se perdía en su dolor.
“¿Cómo te llamas, cariño?”, pregunté, deslizando las monedas hacia ella.
“Sofía. Y ese es mi padre, Álvaro. Ya no habla de motos. Dice que esa vida se acabó”. Bajó la voz. “Pero lo vi hojeando revistas de motos en el quiosco. Tocaba las fotos como si fueran un tesoro”.
No sabía que llevo un taller especializado en motos adaptadas para veteranos heridos.
Me levanté, dejando un billete de veinte por el café. “Guárdate el dinero, Sofía. Pero necesito que hagas algo por mí”.
Sus ojos brillaron. “¡Lo que sea!”
“Ve a decirle a tu padre que Javier Montero, de Motos Montero, quiere hablar con él sobre sus días de carreras. Dile que conocí a Pablo Rojas”.
Pablo había sido su mejor amigo, muerto en la misma explosión que le arrancó las piernas a Álvaro. Construí la moto conmemorativa para su viuda.
Sofía salió corriendo, las monedas apretadas en su mano. La vi tirar del brazo de su padre, señalándome. Su rostro pasó de la irritación al asombro, y luego casi al miedo.
Entró despacio, Sofía empujando su silla aunque era eléctrica. De cerca, vi esa mirada vacía que demasiados veteranos llevan consigo: la de haber renunciado.
“¿Conociste a Pablo?”, su voz se quebró.
“Construí su moto conmemorativa. Su mujer, Marta, me lo pidió”. Le enseñé fotos en el móvil: una Softail impresionante, insignia de su unidad, número de placa, su nombre grabado en el cromo.
Álvaro tocó la pantalla como Sofía dijo que hacía con las revistas. “Siempre prometió enseñarme a llevar una custom cuando volviéramos. Yo era de deportivas, pero Pablo amaba las Harley”.
“Sofía dice que competías”.
Su mandíbula se tensó. “Eso fue antes”.
“¿Antes de perder las piernas o antes de perder la esperanza?”.
Sus manos se aferraron a los apoyabrazos. “¿Qué sabrás tú de esto?”.
“Sé que te despiertas a las 3 de la mañana pensando en la carretera. Sé que sigues soñando con inclinarte en las curvas, el motor bajo ti. Lo sé porque he construido motos para treinta y siete veteranos que creían que nunca volverían a rodar”.
Le mostré vídeos: amputados, parapléjicos, sin extremidades, todos montando motos adaptadas. Sus rostros brillaban de alegría.
“Esto es puro sentimentalismo barato”, murmuró, pero no apartó los ojos de la pantalla.
“Papi! ¡Eso es feo!”, regañó Sofía.
“Este es el sargento David Gutiérrez. Triple amputado. Conduce un triciclo adaptado. Hizo la Ruta del Faro el año pasado”.
Otro vídeo. “El cabo Ana Delgado. Paralítica de cintura para abajo. Terminó la Ruta 66 en su Spyder”.
“Basta”, susurró. “Por favor”.
Sofía agarró el móvil. “Papi, ¡mira! Todos pueden, ¡tú también!”.
“¿Con qué dinero, Sofía? ¿Crees que el ejército paga motos custom? ¿Que la pensión cubre sueños? Esa vida se acabó”.
El labio de Sofía tembló. Empujó sus 4,73 euros hacia mí otra vez. “Entonces ahorraré más. Renunciaré a mi bocadillo…”.
“¿Te has saltado el almuerzo?”, su voz se volvió mortalmente fría. La miró, viendo por primera vez su delgadez, su ropa gastada.
“No lo necesito”, dijo, obstinada. “Tú necesitas la moto más”.
Álvaro se rompió. Este marine que sobrevivió a una bomba, cirugías, prótesis, se derrumbó frente a nosotros. La abrazó. “Cielo, ¿qué te he hecho?”.
Dejé que se calmaran. “Álvaro, escúchame”.
Se encontró con mi mirada.
“Cada moto que he construido para un veterano ha sido gratis. Financiada por eventos, donaciones, veteranos que recuerdan lo que es necesitar el viento. Tu moto -la del hermano de Pablo- lleva seis meses esperándote en mi taller”.
Se quedó helado. “¿Qué?”.
“Marta encargó dos. Una en memoria de Pablo, otra para su hermano superviviente. Así te llama. Lo pagó todo”.
“No puedo montar”.
“No como antes”, admití. “Pero puedes. Controles manuales, estabilizadores, asiento a medida. Está lista”.
Sofía saltó en su silla. “Papi, ¡por favor!”.
“Han pasado tres años”, susurró. “Ya ni siquiera recuerdo…”.
“Mentira”, lo interrumpí. “Cada cambio, cada curva, cada línea perfecta. Está en tu alma”.
Dejé mi tarjeta en la mesa. “El taller abre el sábado. Trae a Sofía. Déjala verte tocar una moto de nuevo”.
Y a Sofía: “Tu padre necesita clases. ¿Puedes ayudarme? Pago veinte euros a mis asistentes”.
Sus ojos se iluminaron. “¿Podría ayudar a papi y ganar dinero?”.
“Si él se atreve”.
El sábado a las diez en punto, Álvaro entró al taller con Sofía llevando un casco lleno de pegatinas brillantes.
El taller bullía con veteranos y motores. Álvaro se detuvo, pero ellos asintieron—todos habían estado paralizados en esa puerta alguna vez.
Sofía corrió hacia atrás. “¡Papi, mira!”.
Álvaro avanzó y se quedó sin aliento.
Una Harley Street Glide, negra mate, con la insignia de la Infantería de Marina. Controles manuales, asiento adaptado, estabilizadores.
“¿Es mía?”.
“Si la quieres. Marta ya pagó todo”.
Álvaro extendió la mano, temblorosa, tocando el depósito. Algo despertó en su rostro.
“Es preciosa”.
“Papi, ¡siéntate!”, suplicó Sofía.
“No puedo…”.
“Claro que sí”, dijo el sargento Gutiérrez, acercándose. “La primera vez es la más difícil”.
Durante una hora, los veteranos le ayudaron, mostrándole controles, compartiendo historias.
Sofía se me acercó, llorando. “Está sonriendo. De verdad”.
“¿Quieres un secreto?”, le dije. Asintió. “Tus 4,73 euros lo salvaron. No por el dinero, sino porque le amaste tanto como para sacrificarte. Eso lo despertó”.
Me abrazó fuerte.
Álvaro pasó seis horas en el taller ese día. Dos meses después, volvía a montar. En su primer viaje solo, regresó llorando. “Lo sentí. A”Y ahora, cada vez que un veterano llega al taller con la mirada perdida, veo cómo Álvaro se acerca, le muestra las fotos de su moto y le dice, ‘Si mi Sofía creyó en mí, yo creo en ti’, y así, poco a poco, como esos céntimos que una niña guardó con amor, la esperanza sigue rodando.”