💥LOS GEMELOS DEL RICO NO HABLABAN… ¡HASTA QUE LA NUEVA CRIADA HIZO LO INCREÍBLE!

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La cámara avanza lentamente por la verja de hierro negro. El sonido del motor se disuelve en un chasquido seco. Clac. Al otro lado, el silencio parece vivo, denso, pesado, como si se tragara el aire. El jardín es demasiado perfecto, sin una hoja fuera de lugar. Y el sol de Madrid se refleja en las ventanas como cuchillos.

Todos decían que en la mansión de los Del Valle el tiempo se había detenido junto con las voces. Ni risas de niños, ni papá, ni mamá. Solo el eco de los propios pasos y, a veces, el sonido lejano de un reloj antiguo que parecía marcar no las horas, sino su ausencia. Aquella mañana sofocante, Lucía llegó con una maleta pequeña, el pelo recogido con un lazo azul y la mirada de quien lleva fe en el bolsillo.

Se detuvo frente a la puerta alta, olió la cera y, por un instante, creyó escuchar a alguien respirar al otro lado, pero era solo el viento arrastrándose por las columnas de mármore. Cuando la verja se cerró tras ella, el sonido metálico resonó como una advertencia. Aquí dentro, todo obedece al silencio. Una mujer delgada con un moño impecable abrió la puerta. *¿Eres la nueva cuidadora?* preguntó sin sonreír. Lucía asintió. *Sí, he venido por el anuncio.*

La mujer, la señora Ramiro, la miró de arriba abajo como quien evalúa un mueble. Luego señaló el pasillo. *Al señor Enrique no le gustan los retrasos ni el ruido.* Lucía entró. El aire en el interior era frío, casi de iglesia. El suelo reflejaba los pasos y el sonido de sus tacones parecía un error.

En los pasillos, cuadros con marcos dorados mostraban retratos antiguos: hombres serios, mujeres que no sonreían. Uno llamaba la atención: una joven de ojos tristes sosteniendo a dos bebés. En la placa: *Isabel Del Valle, 1987-2018*. Lucía sintió un escalofrío. Aquella mujer tenía la misma mirada que los niños que aún no conocía.

Enrique apareció en lo alto de la escalera, traje oscuro, manos en los bolsillos, mirada de piedra. Su voz era baja y controlada. *¿Se encargará de mis hijos? ¿Solo eso?* *Sí, señor*, respondió Lucía, intentando disimular el nerviosismo. *No emiten ningún sonido. Los médicos fueron claros.* Hizo una pausa breve, clavando los ojos en ella. *No intente lo que otros intentaron.*

Cuídelos, aliméntelos, mantenga la rutina. Lucía quiso decir algo, que a veces lo imposible solo necesita tiempo, pero contuvo el impulso. Su mirada pedía silencio. La señora Ramiro completó como quien repite un catecismo: *Nada de música, nada de cuentos. Se asustan fácil.*

Lucía solo asintió y, mientras subía las escaleras hacia el piso de los niños, notó que el sonido de sus pasos desaparecía a medida que avanzaba, como si la casa se los tragara. En la habitación de los niños, las cortinas pesadas dejaban pasar un hilo pálido de luz. Los juguetes eran caros, coloridos, pero parecían demasiado nuevos, nunca usados. Dos niños idénticos estaban sentados en la alfombra, apilando bloques de madera.

Uno de ellos, Tomás, la miró de reojo y apartó la vista rápidamente. El otro, David, mantuvo la cabeza baja, concentrado en la nada. Lucía se quedó quieta, sin saber si debía saludar; el corazón le latía con fuerza. Ella, que había crecido escuchando que nunca aprendería a hablar, ahora necesitaba llegar a dos niños atrapados en el mismo tipo de silencio.

*Yo soy Lucía*, dijo despacio, casi en un susurro. *He venido a estar con vosotros.* Ninguno de los dos reaccionó. Solo intercambiaron una mirada fugaz, cómplice. Era como si hablaran en un idioma invisible, hecho de gestos y parpadeos. Lucía se arrodilló a su altura. La textura de la alfombra era fría bajo sus rodillas.

Observó los bloques, las pequeñas torres que construían y, sin pedir permiso, tomó uno verde. *¿Puedo jugar también?* preguntó, levantando el bloque sobre su cabeza como si fuera un sombrero. *Creo que me he convertido en una torre viviente.* David parpadeó dos veces. Tomás contuvo una risa. No fue una carcajada, pero la comisura de su boca tembló. Lucía lo notó, y dentro de ese microgesto cabía un universo.

*Está bien*, murmuró. *Si no queréis hablar, yo hablaré por los tres.* En un rincón de la habitación, una cámara de vigilancia parpadeaba con una luz roja. Lucía sintió que la observaban, enderezó la postura, intentó parecer profesional, pero en el fondo lo sabía: si trataba a esos niños como robots, nunca la dejarían entrar.

Esa noche, después de una cena silenciosa, Lucía se quedó en la habitación de invitados, mirando al techo. El sonido lejano de un trueno hizo temblar el cristal. Pensó en su madre, que pasaba las tardes intentando que pronunciara sus primeras sílabas. Recordó su voz dulce diciendo: *No es que no puedas, hija, es que no han encontrado tu manera de decirlo*. Lucía cerró los ojos. El mismo nudo le apretó la garganta.

*Si yo pude, ellos también pueden*, susurró en la oscuridad. A la mañana siguiente, se despertó antes que todos. El cielo aún estaba gris. El olor a café venía de la cocina. Se vistió con el uniforme sencillo, ajustó el lazo azul en el pelo y bajó con pasos firmes. En el comedor de los niños, Tomás y David estaban inmóviles frente a sus platos.

Parecían esperar una orden que nunca llegaba. Lucía se acercó. *Buenos días, chicos.* Ninguna respuesta. Se sentó a la mesa, fingiendo naturalidad. Cogió una galleta y la colocó en el plato de cada uno. *¿Sabéis qué es esto?* *Nada.* *Es un coche*, dijo, moviendo la galleta como si tuviera ruedas. *¡Brum!* Un pequeño ruido escapó de la garganta de David. Un casi risa, un suspiro.

Tomás giró la cabeza, pero no apartó el plato. Lucía les guiñó un ojo. *Uy, el coche se ha equivocado de camino.* Fingió comerse la galleta. *¡Ay, se me ha metido en la boca!* David abrió los ojos, sorprendido. Tomás se tapó la boca con la mano, conteniendo la risa. Por primera vez, el aire de la habitación pareció moverse.

Lucía no lo celebró, solo respiró hondo. *Si no queréis comer, está bien, pero os prometo que mientras esté aquí, no tenéis que tener miedo al sonido.* Afuera, unos pasos resonaron. Enrique los observaba desde el pasillo, brazos cruzados, expresión indescifrable. Cuando Lucía se giró, ya había desaparecido. Más tarde, la señora Ramiro apareció en la puerta.

*Señorita Lucía.* Su voz era una advertencia. *Aquí cada palabra dicha tiene consecuencias.* Lucía mantuvo la calma. *Entendido.* La mujer inclinó ligeramente la cabeza. *Las otras cuidadoras también decían eso. Ninguna duró más de una semana.*

Y se fue, dejando en el aire el aroma de un perfume antiguo y una frase colgando, pesada. Lucía se quedó sola, mirando los bloques de madera esparcidos por el suelo. Tomás unía dos piezas verdes. David apilaba una roja. De pronto, Tomás parpadeó dos veces. David respondió, girY cuando la noche envolvió la mansión, el silencio ya no era vacío, sino un manto lleno de palabras que comenzaban a nacer.

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