El tictac del reloj era el único sonido que osaba respirar en aquella casa. Tic tac tic tac. Cada segundo parecía un latigazo. El mármol frío reflejaba la luz pálida del amanecer, y el aire, perfumado por medicinas importadas y flores ya marchitas, arrastraba el peso de algo que lentamente se apagaba.
Miguel, un bebé de un año y siete meses, yacía inmóvil en su cuna de roble, los ojos abiertos, clavados en el techo blanco. No lloraba, no se quejaba, solo miraba, como si hubiera renunciado a vivir. Héctor Antúnez estaba arrodillado junto a la cuna, el cuerpo doblado por el cansancio y la culpa. Llevaba tres días con la misma camisa. La barba crecía desordenada. A su alrededor, la habitación parecía una enfermería de lujo.
Tarros de puré ecológico, jeringas con vitaminas alemanas, biberones carísimos, todo intacto. El padre levantó la jeringa y susurró con voz quebrada. *”Miguel, por favor, hijo, solo un poquito”*. Nada. La luz de la lámpara titilaba, reflejada en los frascos de cristal que rodeaban la cuna.
La enfermera Nuria observaba en silencio su rostro pálido, agotado. *”Doctor Héctor”*, murmuró con vacilación. *”Son las cuatro de la mañana, necesita descansar”*. Héctor giró la cabeza lentamente, los ojos rojos, hundidos. *”Descansar”*. La palabra sonó casi como una risa amarga. *”¿Cómo se descansa viendo a tu hijo morir de hambre?”* Nuria bajó la mirada.
Había visto dolor en muchas casas ricas, pero nada como aquello. Allí, el dinero se convertía en desesperación. Héctor volvió a mirar al niño. El bebé respiraba lentamente, el pecho apenas se movía. *”Los médicos dijeron que es emocional, ¿verdad?”*, preguntó sin apartar los ojos del pequeño. *”Sí, señor. Su cuerpo está sano. Pero parece que… se ha rendido”*, respondió Nuria en voz baja.
Las palabras flotaron en el aire denso antes de mezclarse con el zumbido del humidificador. Héctor apoyó las manos en el suelo y permaneció inmóvil hasta que las lágrimas cayeron en silencio, como si ya no tuviera fuerzas ni para llorar. En ese instante, una foto familiar lo observaba: Lucía sonriendo, Miguel con seis meses en sus brazos y él, el hombre que creía tener el control de todo.
Héctor alargó la mano hacia el portarretratos. El cristal estaba cubierto por una fina capa de polvo. *”Fue culpa mía”*, murmuró. *”Yo insistí en que fuera a esa obra. Debí ver el peligro”*. La habitación olía a soledad y arrepentimiento. Horas después, con la luz del día, Nuria bajó las escaleras en silencio y llamó al médico. Cuando el doctor Velasco llegó, la casa seguía pareciendo un mausoleo. Las ventanas estaban abiertas, pero el aire no entraba.
Se reunieron en la biblioteca, entre libros perfectamente alineados y muebles que brillaban demasiado. *”Hable, doctor”*, dijo Héctor, la voz ronca. El pediatra respiró hondo. *”Su hijo no está enfermo en el cuerpo, Héctor. Se está rindiendo”*. *”¿Rindiendo?”*, repitió Héctor, incrédulo. *”Quiere decir que… ya no quiere estar aquí”*. El silencio fue aplastante. *”Ninguna medicina lo hará comer”*, continuó el médico. *”Necesita una razón para volver a vivir. Y esa razón debe venir de usted”*.
Héctor soltó una risa breve, amarga. *”¿De mí? Yo soy la razón por la que está así”*. *”Es lo que usted cree, pero no lo que él necesita que crea”*, respondió el doctor, observándolo. Héctor aguantó la mirada unos segundos antes de levantarse y caminar hacia la ventana. Afuera, el jardín estaba cubierto de hojas secas. La lluvia de la noche anterior aún goteaba de las ramas. *”Si solo hubiera escuchado a Lucía ese día…”*, susurró. *”Dijo que tenía un mal presentimiento, pero yo insistí. Quería enseñarle el proyecto”*. Cerró los ojos. El recuerdo llegó entero, cortante: el crujido metálico, el grito, el silencio tras la caída.
*”Héctor”*, el médico habló bajo. *”Los accidentes pasan”*. *”¡No cuando la responsabilidad es mía!”*, el grito resonó entre las paredes. Por un momento, el padre millonario pareció un niño. El doctor Velasco se ajustó las gafas. *”Usted está atrapado en la culpa, y mientras no se perdone, su hijo seguirá reflejándolo. Los niños sienten lo que nosotros sentimos. Si no puede mirarlo sin dolor, él creerá que mirarlo duele”*.
Héctor se sentó lentamente, el cuerpo sin fuerzas. *”¿Y si no puedo perdonarme?”* *”Entonces perderá a los dos”*, respondió el médico. *”A la esposa que ya no está, y al hijo que aún está aquí”*.
El tiempo se detuvo. Cuando el médico se fue, Héctor subió a la habitación. El sol de la tarde entraba tímido entre las cortinas, dibujando franjas doradas en el suelo de madera. Miguel seguía acostado, los ojitos fijos en el techo. Héctor se acercó, arrastrando los pies. *”Hijo…”*, su voz salió como un suspiro. *”Estoy aquí, ¿vale? No me voy más”*. Se sentó en el suelo junto a la cuna y se quedó en silencio, observando cada respiración corta.
El padre extendió la mano entre los barrotes, tocando suavemente la manta. *”Papá está aquí”*, murmuró. Los ojos de Miguel se movieron, lentos, casi imperceptibles, hacia la voz. El corazón de Héctor se saltó un latido, pero pronto el niño volvió a mirar al vacío. Héctor apoyó la cabeza en la cuna y se quedó así, quieto.
Afuera, la lluvia volvió a caer, fina, constante, como si el cielo también hubiera olvidado dejar de llorar. Toda la habitación olía a tristeza antigua. Respiró hondo. *”Quédate cerca, aun así”*, le había dicho el doctor.
Héctor cerró los ojos, sintiendo el frío del suelo atravesarle. Y, por primera vez desde el accidente, no intentó controlar nada. Solo se quedó allí. La jeringa vacía rodó y se detuvo junto al pie de la cama. El tictac del reloj volvió a marcar el tiempo. *Tic tac tic tac*. Afuera, un rayo de luz se filtró por la cortina e iluminó un pequeño pañuelo olvidado junto a la cuna, manchado de aceite y una lágrima seca.
Héctor miró aquel trozo de tela y sintió un escalofrío. No lo sabía aún, pero aquel pequeño rastro de luz, aquel resto de gesto humano, sería la primera señal de que el milagro estaba en camino.
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El autobús traqueteaba por la Avenida de la Lluvia mientras Rosa apretaba su bolsa de plástico contra el pecho. Dentro llevaba los documentos, el bocadillo envuelto en papel y el dinero justo para el billete. Era jueves, las seis de la mañana. El cristal empañado solo dejaba ver sombras: edificios altos, letreros luminosos, paraguas que pasaban rápido. *”Próxima parada: Salamanca”*, anunció el conductor.
Rosa respiró hondo. Aquel nombre siempre le sonaba a otro planeta. Un mundo de avenidas anchas, coches importados y verjas doradas. Nada que ver con el barrio donde vivíaLa puerta se abrió con un suspiro, dejando entrar el aroma a pan recién hecho, y Miguel, con los ojos brillantes y las manos extendidas, corrió hacia su padre, llenando por fin aquella casa del calor que tanto había necesitado.